Obama – Osama

Por: CARLOS FUENTES
By BetotroniK

obamaOsama La minoría extrema de la derecha en Estados Unidos, el Tea Party, quiere enjuiciarlo y expulsarlo de la Presidencia. La mayoría del Partido Republicano busca mil maneras de dificultarle el ejercicio del poder. Donald Trump, peinado por la ley de la gravedad, duda de que Obama sea ciudadano de los Estados Unidos. Las reformas del presidente a las leyes de salud son disputadas por los intereses favorables a una medicina des-regulada, que sirva a compañías de seguros, negándoles seguridad a los ancianos y a los enfermos irremediables. Las leyes que han salvado a la industria automotriz ni se discuten. Pero las leyes para la banca son burladas por los salarios estratosféricos que los banqueros se atribuyen a sí mismos.

La derecha critica sistemáticamente a Barack Obama y algunos lo consideran "comunista". La extrema izquierda, asimismo, siente que sus políticas son demasiado tímidas. Y un periodista, hace un par se semanas, le espetó en la reunión del presidente con la prensa: "¿Por qué tolera usted el terrorismo y no hace nada al respecto?"

Como es su costumbre, Obama mantiene la calma, sonríe y luego actúa. Tiene que vérselas con un Congreso que no le da todo lo que quiere. Debe negociar, sin ceder ante el Tea Party, pero arrebatándole a esa facción legisladores republicanos por gracia del acuerdo moderado.
Todo ello sitúa a Obama en el centro del espectro político, a veces más a la derecha, pero sólo en virtud de negociaciones que inevitablemente conceden, a veces más a la izquierda donde está el corazón del profesor de Harvard que prefirió ser consejero de causas sociales y combatir a la pobreza en Chicago, que abogado de grandes compañías en Nueva York.

Pero en el centro-centro, en el corazón de corazones, está un hombre tranquilo, lejano a la "gracia" exigida al político del norte, reservado y dispuesto, llegado el caso, a actuar con todo el poder a su alcance para obtener resultados precisos, aunque peligrosos y a veces hasta imprevisibles.
Este es el Barack Obama que ordenó el asalto a la fortaleza invisible por su visibilidad, del terrorista Osama Bin-laden en Pakistán. Operación unilateral y silenciosa: el gobierno de Pakistán no es confiable y hace fortuna con su duplicidad. Operación encargada a los Seals, equipo sin compasión o dilación que en cuarenta minutos descabezó a Al-Qaeda diez años después de los ataques suicidas del 9/11 a Nueva York, Pennsylvania y Washington y los veintidós –veintidós– ataques de Al-Qaeda a hoteles, sinagogas, consulados, automóviles, trenes, refinerías, embajadas, de Túnez a Madrid, de Londres a Riyadh, de Filipinas a Marruecos, con más de ochocientos muertos, aparte de los tres mil asesinados en los ataques a las Torres Gemelas en septiembre de 2001.

¿Merecía compasión este asesino en serie, Osama Bin-laden? ¿Merecía llegar vivo a un tribunal para ser juzgado y sentenciado por sus crímenes? Esto se debate hoy. Lo indebatible es la vida perdida por tantos inocentes en todo el mundo por la saña ideológica de Bin-laden. No lo excusa su fe, como no excusó la fe a la Santa Inquisición ni la falta de fe al emperador romano Nerón. La creencia –en el nazismo, el comunismo, el nacionalismo, el imperialismo– no excusa una sola muerte inocente. Invocando a Alá, Osama Bin-laden actuaba en nombre del Diablo, un diablo, es cierto, que muchos seres humanos llevamos dentro, pero al que no le damos rienda suelta por una sola y profunda razón: el respeto a las vidas ajenas.

Osama Bin-laden carecía de ese respeto a los demás. Todos eran carne de su cañón ideológico-religioso. Osama tiñó a la religión de Mahoma de un color –el de la muerte– que no es el de Islam. Muchos ciudadanos de su cultura religiosa se dieron cuenta de la falsedad y lo abandonaron. Al morir Bin-laden, el Yihadismo era ya una bandera rasgada, casi el cruel capricho de un árabe multimillonario decidido a seguir jugando a la guerra.

Destaco, con alegría, que la muerte de Bin-laden, por más que su cadáver siga provocando sobresaltos, coincide con el despertar democrático del norte de África, de Siria y Yemen. Una gran fortuna: estos movimientos de libertad no han sido auspiciados por el Occidente. No podían serlo: Europa y los Estados Unidos, en proporciones distintas, apoyaron a los dictadores de Túnez y Egipto y aún al lunático Gadafi en Libia. Mubarak, en Egipto, aceptó esta anomalía para negarle vida a la Palestina libre que, ahora, la Asamblea General de la ONU proclamará el venidero septiembre, dándole serios dolores de cabeza a Benjamín Netanyahu y proponiendo dos grandes cambios: que el centro-izquierda vuelva al poder en Israel y que la facción palestina Hamas reconozca al Estado judío.

El Occidente tiene graves culpas que purgar en el área mediterránea. Ahora, le toca reconocer y apoyar a los movimientos democráticos de Egipto y Túnez, de Marruecos y Yemen, de Siria y Argelia. Apoyarlos más no encabezarlos. La singularidad de lo ocurrido en calles y plazas de El Cairo y Damasco y Túnez y Marrakech es que ocurre sin manipulación externa, europea o norteamericana. Son movimientos locales, propios de cada sociedad y a cada sociedad le corresponde trazarse su propio porvenir y saldar su propio pasado. Jóvenes, estudiantes, clase media, trabajadores, amas de casa: son visibles, allí están. Con ellos está la esperanza de países norafricanos libres, de un Mediterráneo sur sin ninguna obligación con el Mediterráneo norte que la de la relación normal en democracia.

Faltan muchas batallas. Habrá muchos retrocesos. Pero la realidad está clara y está allí.

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