Homar Garcés (especial para ARGENPRESS.info)
Enviado por BetotroniK.
La tarea de definir (y de establecer) el poder en función de los intereses colectivos de un pueblo y, aun, de un grupo social determinado, marginado, explotado u oprimido siempre ha tropezado -de uno u otro modo- con la concepción que se tiene de éste como dominación o hegemonía de una minoría que asume para sí la representación de todos.
No obstante, entre finales del siglo pasado y comienzos del presente siglo han surgido corrientes de pensamiento que buscan modificar radicalmente tal concepción, convirtiéndola en una noción positiva, diferente en todos sus aspectos a lo que ha sido tradición inalterable entre la humanidad. Como evidencia palpable de este hecho está el reclamo generalizado de la gente en diferentes naciones del mundo en relación a la existencia e influencia de un Estado omnipresente, pero que es incapaz de darle satisfacción plena a sus necesidades y expectativas, aún cuando sea su obligación constitucionalmente establecida.
Esto supone -en consecuencia- una abierta confrontación con los valores que sustentan al Estado como “la matriz de la regulación de toda la conducta humana”, en palabras de Michel Foucault, lo que implicaría, a su vez, un cuestionamiento de aquellos valores que han perdurado a través del tiempo, caracterizando la sociedad actual. Así, el poder -como regla y prohibición- está siendo quebrantado de manera cada vez más constante por los ciudadanos, tanto en nuestra América como en Europa y el resto del planeta, puesto que ya han comprobado que el mismo se ejerce en función de los intereses capitalistas de unos cuantos, afectando inmisericordemente al conjunto social, sin que haya retribución alguna. De este modo, muchos ciudadanos han terminado por manifestar en las calles su malestar y enojo ante lo que consideran (no sin cierta razón legítima) un atropello a sus vidas de parte de quienes manejan el Estado. En tal sentido, si coincidimos con Jean Jacques Rousseau, según el cual “cada uno de nosotros pone en común su persona y su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general”, no podría afianzarse, ni reconocerse -en consecuencia- ningún poder extraño a esa voluntad general, así éste obre aparentemente bajo tal premisa; justamente lo que ha estado ocurriendo al originarse una insurgencia social en variadas direcciones, pero con un común denominador: la acción del Estado.
Si ampliamos esto en el campo político, tendríamos que admitir que el viejo modelo de Estado imperante en nuestras naciones requiere de su eliminación y sustitución, provocando una revolución en todo el sentido de la palabra, capaz de transformar las relaciones de poder existentes. Aun cuando éste se renueve, prolongando su vigencia, es inevitable su total agotamiento, especialmente cuando el mismo responde a patrones originados por el capital para su propia sobrevivencia. La revolución, en este caso, estaría dirigida a dos focos fundamentales de la desigualdad, la opresión y la injusticia: el Estado y el capital. Ambos imbricados de tal forma que muchos dan por sentado que ninguno puede existir independientemente del otro. Obviamente, algunos creerán que sólo basta con proporcionarles “un rostro humanizado” para revertir sus efectos nocivos sobre la sociedad, cuestión que se demuestra imposible de alcanzar en vista de su naturaleza jerárquica, perniciosa y totalitaria.
Como lo asegurara Joseph R. Strayer, autor de Los orígenes medievales del Estado, “la sociedad sin Estado, sin poder político o dominación, es una forma nueva a conquistar. Ella está en el futuro”. Esta posibilidad nada utopista ha logrado conglomerar a los diferentes grupos hegemónicos a nivel mundial en el aseguramiento del control desplegado sobre el Estado, en una especie de imperio corporativo, lo que explica las coincidencias observadas en las protestas populares en uno y otro continente tras cada medida antipopular y antidemocrática adoptada por dichos grupos. Aunque esta es una realidad que apenas se está abriendo pasos entre algunos que la perciben y la entienden, otros en cambio optan por ignorarla. Sin embargo, ella marca el contexto en que se desarrolla esta singular confrontación entre los ciudadanos (mediante una insurgencia social sin disiparse y con un marco teórico parcialmente definido) y un viejo modelo de Estado que remienda sus costuras (con cierto éxito relativo). Todo ello exigirá, en algún momento, re-concebir las instituciones públicas al nivel de todo el Estado (nacionales, estatales y municipales), de manera que se generen unas nuevas relaciones de poder bajo los ideales de una democracia efectivamente participativa, en una primera fase, para acceder finalmente a un nuevo modelo civilizatorio, totalmente diferenciado del existente.
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