Los futuros que vienen
Hemos comenzado este ensayo intentando comprender las nuevas expectativas abiertas tras la caída del muro de Berlín: redes distribuidas, globalización y, a consecuencia de la confluencia de las dos anteriores, disipación de rentas. Es decir: meritocracia generalizada e innovación permanente.
Vimos luego cómo se expresa la resistencia a asumir las nuevas reglas por aquellos que ven, en la sociedad abierta, un peligro para sus rentas: desde las industrias de la propiedad intelectual a la burocracia o los campesinos hipersubsidiados, pasando por las redes clientelares del estado y los cacicazgos que las articulan. Y, lo que es más importante, cómo esta resistencia no ha sido lo suficientemente potente como para conseguir una regresión al mundo descentralizado, pero sí para frenar el desarrollo de un mundo distribuido organizado sobre ese capitalismo que no acaba de venir del que nos hablaba Juan Urrutia.
El resultado es un impasse en el que lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no acaba de morir, pero en el que las condiciones que harían posible salir adelante se desmoronan: la descomposición. Un fenómeno global que se lleva por delante estados enteros, destruye las bases del mercado y la cohesión social y se alimenta de las zonas de sombra dejadas por un estado cada vez más autoritario, que ha sido capturado por los intereses que más temen la apertura de las reglas de juego.
En otras palabras: la descomposición se manifiesta cuando el capitalismo que viene no tiene fuerza suficiente para imponerse frente a un estado nacional capturado por los sectores que dependen de él para mantenerse, pero el estado nacional -sobrecargado por ellos- tampoco tiene ya fuerza para mantener intactas las bases tradicionales de cohesión social en una globalización controlada.
Para hacer el cuadro aún más desesperanzador, la promesa de las redes distribuidas tampoco se ha desarrollado como nos hubiera gustado. La llamada web 2.0, contemplada en perspectiva, no ha sido sino una regresión hacia formas de socialización centralizadas y controlables, jaleadas por los medios e impulsadas por unas cuantas grandes empresas cuyo objetivo último es asegurar un espacio propietario, a cubierto de los efectos de la disipación de rentas. Las consecuencias culturales de esta contrarrevolución tecnológica son casi inmediatas: la conversación en la red se renacionaliza, el espacio deliberativo distribuido se contrae y la explosión de identidades, agendas y pequeñas economías comunitarias transnacionales se ve puesta en cuestión. El horizonte es aún más oscuro: el estado apuesta cada vez más abiertamente por la destrucción de la neutralidad de la red y la captura, por las operadoras, de su potencialidad global de mercado.
Cuando buscamos qué sujetos colectivos pueden enfrentar este proceso global nos encontramos con que el impacto de las tres promesas sobre las grandes corrientes ideológicas del mundo anterior ha sido insuficiente, cuando no contradictorio: los descendientes globalizados y distribuidos de la derecha y la izquierda del siglo XX siguen atados a una lógica de pensamiento -el universalismo- que sin duda fue muy progresivo en los albores del capitalismo industrial, pero que hoy alimenta la descomposición hasta sus últimas consecuencias.
Finalmente, los nuevos sujetos emergidos de la descomposición son agentes multiplicadores de la descomposición misma: redes como alQaeda, maras y organizaciones criminales transnacionales, se superponen a los apóstoles de un pesimismo generalizado. Incapaces de creer en un futuro nacido de la evolución del status quo, sectores enteros de la sociedad asumen utopías arcaizantes y catastrofistas que rechazan los fundamentos del bienestar.
Es natural que crezca sin parar la desconfianza hacia un estado cada vez más disciplinario, empeñado en defender a sus redes clientelares frente a la sociedad abierta. El rumor social recuerda, cada vez más, a la desanimada mirada de la población rusa durante los años finales del totalitarismo soviético. Hace poco John Robb se planteaba en voz alta:
¿Qué sistema social, político y económico puede al mismo tiempo protegerte de los excesos de un incontrolable y turbulento sistema global y mejorar tu calidad de vida? Una cosa está clara, los fallidos estados nacionales no son la respuesta. Son meras líneas en un mapa. Muebles en el solar de la economía global. Fáciles de manipular y dar forma a tu gusto si cuentas con el dinero suficiente. Salas de estar de conveniencia para los numerosos okupas que parasitan la economía global.
La difuminación del horizonte del capitalismo que viene y sus consecuencias no han pasado tampoco desapercibidas. Peter Thiel, creador de Paypal y primer accionista de Facebook, afirmaba, en una entrevista para el primer número de 2010 de la revista Wired, que la enorme innovación del último siglo no se va a mantener sólo por inercia. Aseguraba que, sin el crecimiento fruto de esa innovación continua, las diferencias sociales del capitalismo se tornarán insoportables. Cerraba el mensaje afirmando que el presente parece carecer de un relato sobre el futuro capaz de impulsar el cambio tecnológico y social como lo hicieran la fe en el progreso durante el siglo XIX, la idea del bienestar en la postguerra mundial o la promesa de las redes distribuidas en los noventa.
Thiel y Robb forman parte de una amplia corriente de pensadores tecnófilos que, ante la perspectiva de un desarrollo acelerado de la descomposión durante la crisis económica, vuelven su mirada hacia las comunidades reales nacidas de la socialización en Internet.
Es posible un futuro cercano en el que las presiones sociales de la Segunda Gran Depresión deshollen el contrato social en las democracias occidentales y que la única salida, al menos para aquellos que no queremos permanecer pasivos, sea construir algo nuevo. Una comunidad resiliente que pueda protegernos y mantenernos. Una comunidad que pueda proporcionar prosperidad y un futuro que merezca la pena. Una comunidad que pueda competir con éxito a nivel global al tiempo que protege a sus miembros de la desnaturalización de una mano invisible desatada.
Cada cual propone distintas fórmulas para la resiliencia, aunque algunos ingredientes, o cuando menos intereses, son recurrentes: conocimiento libre en red, comercio global de inmateriales, producción física en la proximidad. Algunos retornan a una visión territorial de lo local. Surgen grupos como Open Source Ecology, que optan por generar un repositorio de hardware libre para explotaciones rurales: desde tractores a palas excavadoras libres de patentes y construibles a bajo coste.
Otros, como Thiel, siguen pensando en cambiar el mundo, en volver a poner en marcha los motores que impulsan el capitalismo que viene. Pero no encuentran otra herramienta para ello que dar soporte a comunidades transnacionales que se sitúen -literalmente- fuera de los estados22.
Por otro lado, la idea de la filé, nacida en el mundo latoc pero con cada vez más eco en el anglomundo sigue representando algo más sofisticado -transnacional, sostenida sobre una estructura económica democrática y sin otra aspiración territorial que disponer de cómodos espacios de comercio y trabajo en ciudades no demasiado afectadas por la descomposición-, conserva el liberador espíritu mercader de la globalización de los pequeños, mientras mantiene las condiciones necesarias para organizar una economía real sobre una ética hacker del trabajo.
En lo que hoy podemos ver como el testamento político del ciberpunk literario23, Bruce Sterling se planteaba cómo sería un nuevo movimiento político del siglo XXI y remarcaba como
antes que nada este movimiento necesitaría una ideología genuinamente nueva (…) que no necesita parecer política en el sentido tradicional, podría parecer tan tonta y excéntrica como al principio parecía el feminismo. (…) Podría llevarnos algún tiempo darnos cuenta de que los padres del movimiento no son seres estrafalarios, que incluso, han pensado profundamente sus temas y son serios sobre sus cuestiones. Con el paso del tiempo podrían verse ganando importantes discusiones y atrayendo adherentes intelectualmente serios.
Es realmente lo que estamos viendo a partir de todas estas líneas de pensamiento y comunidades que han optado por pensar desde y para la comunidad real. Pensar el mundo desde un conjunto de personas con nombres y apellidos, que siempre estuvo ahí y que podemos procesar y entender sin reducir nuestra razón y nuestros afectos a meras abstracciones, puede parecer tonto, incluso excéntrico, pero tras casi trescientos años de Ilustración, revolución industrial y nacionalismo, suena genuinamente nuevo.
Sterling imagina una estrategia para su platónico movimiento de la Era distribuida que, vista desde casi una década de distancia, resulta casi profética:
Este movimiento debería ser proglobalizador y multilateralista. No le gustaría localizarse en un solo estado nacional, dado que los gobiernos nacionales están severamente limitados y que los llamamientos al patriotismo local son autolimitativos. (…) Este movimiento encontrará sus primeras bases de poder fuera de las naciones: en ciudades, en ONG’s y en empresas globales dentro y fuera del sector lucrativo- en casi cualquier sitio no envenenado por el agotamiento de la política tradicional. (… ) Los muy ricos se ven poco incumbidos por los estados nacionales. Los desposeidos los temen y desconfían de ellos. (…) Si el capital se mueve por el globo y es seguido por una amplia multitud de desarraigados que de alguna manera son representados por ese dinero, podría significar una nueva coalición de fuerzas genuinamente globalizadoras.
Esta estrategia no puede dejar de resultarnos familiar, aunque hoy quizás lo expresaríamos de otra forma. Pero en cualquier caso, más allá de profecías y tendencias, la importancia de todo este magma, cuyo principal elemento en común es la superación del universalismo de la Modernidad, no reside en las formas concretas del futuro que cada una de las comunidades persigue para sí misma.
Como hemos visto, el futuro fue la primera víctima de las redes distribuidas. El futuro como teleología universal, como esperanza igual para todos, ha muerto. Y la descomposición no puede resucitarlo. En su lugar tenemos una multitud de futuros sintéticos, enarbolados por cada comunidad real para si y a su medida. Al menos en esas comunidades que han sabido dotarse de una estructura económica y en las que lo hagan a partir de ahora.
Por el contrario, lo importante está en el ADN común que las une y les revela unos progenitores comunes: las promesas de la globalización y las redes distribuidas. Su tendencia a la interconexión distribuida y a la negación práctica de las fronteras nacionales es, precisamente, la que está dando materialidad a aquellas expectativas abiertas por Internet y la caída de los bloques del siglo XX. El bazar virtual será, sin duda, el futuro particular donde las expectativas pluriárquicas de entonces se harán realidad y el capitalismo que viene no será un nuevo Godot.
Las resistencias de los viejos poderes a la globalización y las redes distribuidas nos han legado el dramático panorama de la descomposición mundializada. Pero, en ese mapa de razones para el pesimismo brillan, oponiendo postmodernidad a descomposición, la reemergencia de la comunidad humana real y la crisis del universalismo. Son algo más que una buena noticia, son los cimientos de un nuevo mundo y con toda seguridad, de unos cuantos futuros que merecen la pena.
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