Pensar desde y para la comunidad
En la segunda parte de El padrino hay una escena en la que la familia espera en la mesa para celebrar el cumpleaños de don Vito. Comentan el ataque japonés a Perl Harbour, que se ha hecho público el día anterior. Sonny, el hermano mayor llama pardillos (a bunch of saps) a las miles de personas que han corrido a alistarse voluntariamente en el ejército.
They’re saps because they risk their lives for strangers.
Extraños. Arriesgar la vida por extraños, por desconocidos imaginados nebulosamente tras una categoría abstracta. Michael, el menor, anuncia entonces que él mismo ha sido uno de ellos. Los hermanos se enfadan: ¿Cómo es posible que rompa el corazón de su padre en el día de su cumpleaños con una noticia así?
El contraste resulta deslumbrante: el arrojo por la patria es una mera estupidez, un sacrificio hecho por extraños a los que nunca llegará a conocer y a los que no está unido por ningún lazo. El idealismo, el honor americano… no pueden tener más importancia que los sentimientos del padre que ve empañada la celebración familiar con la noticia del sacrificio de su propio hijo en el ara de la defensa nacional. Sí, Michael es un pardillo, un inconsciente, un alienado que pone fantasías prefabricadas por encima de su propia gente.
Porque la verdad es que la comunidad imaginada ni siquiera puede ser realmente imaginada por nosotros. No tenemos capacidad para imaginar muchas más personas de las que componen nuestro entorno vital. Y tampoco es de extrañar. Antes de la revolución industrial un europeo medio no veía más allá de un centenar de rostros diferentes en toda su vida. En nuestra especie la mera existencia de espacios sociales de centenares de personas es un problema sumamente reciente, comenzó hace tan sólo nueve mil años y sólo para la exigua minoría urbanizada antes del siglo XX.
Entre la comunidad imaginada y la comunidad real hay mucho más que una distinción conceptual, hay una verdadera fractura de realidad. Ni siquiera pensamos en una y otra de la misma manera, con las mismas partes del cerebro. Parece comprobado por la Neurología y sustentado por la evidencia histórica que tenemos una limitación física, un techo fisiológico que no nos permite procesar más que un cierto número de relaciones interpersonales. Somos fisicamente incapaces de relacionarnos en un espacio de fraternidad de más de ciento cincuenta personas. A partir de ahí nuestro cerebro salta, cambia de objeto y de manera de pensar simplemente porque es incapaz de manejar tanta información.
Se habla no pocas veces de la escala humana como algo deseable. Pero la escala humana no es otra cosa que todo lo que hay por debajo de esa dimensión comunitaria máxima. Es el tamaño del cuerpo social en el que es posible pensar. Más allá simplemente reaccionamos, pensamos no en un conjunto de personas sino en un constructo intelectual, en un objeto único y abstracto. Cuando el contador ha utilizado todas las cifras se resetea. Para quien sepa provocarlo somos fácilmente manipulables.
En un libro reciente17, Daniel Gardner recogía numerosos estudios psicológicos realizados en la última década para evidenciar la incapacidad de nuestro cerebro para valorar racionalmente el riesgo a partir del momento en que los números sobrepasaban determinados umbrales. En nuestra cabeza, la alternativa a la escala humana es simplemente mucho o nada. La consecuencia es una sobrevaloración continua de los peligros que se nos presentan desde el discurso político, la ciencia o los medios. A partir de ahí, se produce la generalización de un lenguaje del miedo que juega con esta limitación básica de nuestra capacidad intelectual, se extiende por todos los ámbitos de poder y sirve para generar consensos sociales reactivos.
Por eso la nación, el género, la clase y todos los inanes diosecillos imaginados por el poder para encabezar sus relatos están siempre sufriendo nuevos peligros, ataques y dolores, presentándonos a plebiscito medidas que pretenden defender poblaciones que no podemos visualizar frente a riesgos que no podemos dimensionar.
La máquina del poder queda así investida de una razón propia, superior, magnífica y a la vez temible. Hoy, la representación del estado a través del lenguaje del miedo no sólo nos lleva, como recuerda Gardner, a aceptar continuas cesiones de bienestar y libertades; también configura la imagen social del poder como una razón cuasidivina y omnisciente que es capaz de pensar en planos donde los comunes nos perdemos. Pobre sociedad si no fuera pensada desde el estado.
Los antiguos egipcios sabían que su dios-rey existía, pero no podían mirarle directamente, ni tan sólo nombrarle, por eso le llamaban por el nombre del lugar en que vivía: Fer-aa, la casa grande. Hoy hablamos de corporaciones, gobiernos y formas de gobierno, las casas grandes del poder, pero sólo unos pocos parecen capaces de entreabrir los dedos de la mano con la que castamente tapan sus ojos para descubrir la paranoia terminal del dios-estado. Las sociedades que se definen sobre escalas desmedidas sólo pueden vivir en el miedo y expresarse en su lenguaje de peligros, retos y sacrificios… muchos sacrificios.
Pasar a pensar desde la comunidad real, para la comunidad real, es dejar de tener miedo, plantar, frente a las deificaciones cotidianas del poder, la medida de una escala razonable, inteligible y amable.
Nos han enseñado en la escuela que esos tamaños no cuentan en el gran relato, que no cambian las cosas. Pero no es verdad. Esa gran teogonía de nuestro tiempo que es la Historia que se enseña en secundaria, olvidó decirnos que los mismos monasterios que ocupaban las páginas sobre la Edad Media rara vez llegaron al centenar de miembros, que los famosos gremios por lo general rondaban la decena de artesanos. Como ellas, las comunidades reales de hoy que son capaces de pensar, actuar y crecer sin alienarse en objetos sociales abstractos tienen un fuerte impacto en su entorno. Necesitan, claro está, de dos herramientas que resultan revolucionarias en la descomposición: una economía comunitaria resiliente y libre interconexión en el mercado.
Economías comunitarias
Enfrentar la construcción de la propia economía implica desarrollar la interconexión con el entorno. Y, para las comunidades nacidas de la Internet de esta última década, entorno quiere decir entorno identitario antes que territorial. Pero no hay que equivocarse, estamos muy lejos del social commerce en Internet: no se trata de organizar estilos de vida, se trata de generar virtualmente mercados capaces de aumentar la resiliencia de sus componentes.
John Robb18 defiende vehementemente la necesidad de un tipo de software, que él llama darknets, que caracteriza de tres maneras: debe ser capaz de automatizar las reglas sociales y económicas de cada comunidad o grupo de comunidades; debe garantizar acceso igual y uso efectivo a todos los miembros, rápida integración a los nuevos y una cierta opacidad frente al mundo exterior; y, en cualquier caso, no debe situarse al margen, sino en paralelo y conjunción, al sistema económico global, usando monedas reales y facilitando intercambios comerciales, para no degenerar en una especie de juego de rol económico ni retrotraerse hasta el nivel de comunidad conversacional.
No es ni mucho menos el único que anda en el empeño. La demanda de este tipo de máquina social de tejer mercados identitarios es evidente. Para las filés y otras comunidades con empresas la prioridad del momento no es ya abrir tiendas sino construir bazares para mercadear con pares y ajenos.
Los resultados que podemos esperar no tendrán, en un primer momento, el alcance universal y masivo que nos prometían el desarrollo de Internet y la globalización, pero dibujan un espacio transnacional cuyas consecuencias últimas van más allá de su impacto meramente económico. A fin de cuentas, el bazar de la civilización arabomusulmana, como el foro romano o el ágora griega no era sólo un lugar para la compraventa. Era también un espacio de interacción política y social y -se olvida demasiado a menudo- el lugar donde maestros, filósofos y cadíes arbitraban conflictos y se encontraban con sus discípulos. El Tribunal de aguas de Valencia o el Consejo de hombres buenos de Murcia son joyas culturales que nos recuerdan que el mercado no es exclusivamente una relación monetaria sino sobre todo una relación social definida por su forma distribuida y la ausencia de agentes decisivos no consensuales. El mercado mediterráneo, el bazar, fue la cuna de la plurarquía.
Lo cierto es que, incluso el mercado competitivo más unidimensionalmente considerado es un generador de cooperación que empuja hacia la eficiencia en el uso de los recursos. Y, si nos ponemos ya en el modelo del capitalismo que viene, la disipación de rentas empuja además hacia una innovación permanente. Es decir, cuanto más competitivo sea un mercado, más cohesión social generará y más intrincada será la cooperación que produzca.
Pero en Teoría Económica, para que un mercado sea «competitivo» es necesario que no existan barreras de entrada. No se trata sólo de que cuatro o cinco grandes luchen entre si manteniendo una tensión a la baja en los precios. En la lógica del análisis económico es necesario que, en principio, cualquiera pueda disponer de las herramientas necesarias para hacer una oferta e incorporarse a la competencia. Los recién llegados o mejor aún, la tensión generada por los que innovan para poder incorporarse con la ventaja temporal de la novedad o una mayor eficiencia, es el verdadero motor del modelo. Sin embargo, en la práctica, el acceso a las grandes cantidades de capital necesarias para producir a bajo coste casi cualquier objeto físico, hacía, hasta hace poco, que sólo pudieran ser competitivos los mercados de bienes muy básicos con muy poco valor añadido -las «commodities»- y, más recientemente, los muy «virtualizados» como el software o los contenidos comercializados a través de Internet. Pero eso también está cambiando.
En navidades del año pasado todos los medios tecnológicos españoles hablaron del GeeksPhone One, el primer «smartphone» hecho en España. El secreto: diseño propio, Android (es decir, software libre de licencia blanda), producción en una factoría china y venta directa a través de Internet. Resultado: 100.000€ de capitalización que fueron asumidos entre tan sólo seis socios. El resultado era más barato que ningún otro smartphone liberado y fue un éxito comercial: en un mes el número de pedidos ya superaba el plan de producción.
Constantemente se hacen públicas ofertas similares en todos los campos, pequeñísimas empresas de dos o tres socios que crean un producto de nicho, lo producen en Asia y lo venden a precios más que competitivos por Internet obteniendo buenos beneficios. Puro capitalismo que viene produciendo y consumiendo sucesivas olas de innovación.
Una dinámica acelerada cada vez más, conforme el principal elemento creativo -el diseño del hardware- se va liberando también. Es lo que en Estados Unidos se llama «the maker revolution»: un nuevo modelo que extiende a los objetos de producción industrial la lógica de producción comunitaria y bajo dominio público del software libre. Desde aperos y máquinas de construcción a teléfonos móviles y ordenadores, de coches eléctricos a libros, un acervo común de conocimiento práctico liberado se convierte en el nuevo gran bien público transnacional, la verdadera infraestructura que permite soñar una nueva promesa para nuestro tiempo: la autonomía productiva de la comunidad real.
Vivimos la «comoditización» de la industria. No de un producto o una gama de productos, sino del hecho de producir industrialmente. Asia se ha convertido en «la impresora 3D del mundo». Y a consecuencia vemos emerger un modelo de empresa pequeña que produce deslocalizadamente para un mercado amplio, rara vez nacional o regional, normalmente global, a través de Internet. Es una nueva escala que queda lejos de la lógica industrial tradicional precisamente porque refleja el increíble desarrollo de la productividad del último medio siglo. En esta cadena, hasta las empresas chinas que manufacturan son realmente pequeñas para los viejos parámetros.
El resultado de la «comoditización» de la industria es la «decomoditización» de los productos: más productos de nicho, porque al final todo lo que no sea nicho es un nicho mal atendido por un producto masivo.
Ahora operemos la agregación que viene: muchas pequeñas empresas más o menos comunitarias, filés, redes de profesionales, industrias locales, cooperativas… se agrupan en pequeños mercados que se interconectan entre si tejiendo una red transnacional y distribuida de comercio e intercambio cultural no controlado ni controlable por nadie. En un principio sirve para vender más y comprar más barato. Les permite crecer. Tan pronto como comienzan a aflorar relaciones de confianza nacidas del intercambio reiterado, la colaboración en la red empieza a producir proyectos conjuntos que se benefician de las diferencias entre los mercados locales en los que cada uno opera. La promesa de la globalización se torna accesible. Otros se dan cuenta de que ofrecer servicios en la misma red, en el propio bazar global es interesante por sí mismo al punto de desarrollar productos específicos. El mercado virtual global empieza a coger cuerpo y ganar autonomía.
En otras palabras, el ADN común de todas estas comunidades reales nacidas de la promesa de las redes distribuidas y la globalización de los pequeños produce un tipo de comportamiento que, al agregarse, incorpora a otros y reconstruye al mismo tiempo el tejido social de mercado y el espacio pluriárquico de la red. La interconexión de economías comunitarias en bazares electrónicos libera un espacio social donde el capitalismo que viene ya no es una expectativa, sino un puntual invitado.
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