Por David de Ugarte – Biblioteca de las Indias
Las fuerzas en contra
De la globalización a la descomposición
A pesar de la hipersignificación del término globalización, su fondo económico no es otro que el de una progresiva integración entre mercados. Globalizar no es más que tejer interdependencias entre las economías. En la promesa del capitalismo que viene las economías ya no podrían entenderse desde lo local, lo nacional o incluso desde lo regional, sino únicamente de forma global.
La globalización se construye desde cada mercado sobre tres vectores: libertad de movimientos para las personas, las mercancías y los capitales. Mientras el último alcanzaba ya cierta fluidez en los noventa, el segundo avanzó correosamente tras la puesta en marcha de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y el primero, las personas, encontró cada vez más y más violentas cortapisas… con las que chocaron las nuevas migraciones masivas del interior asiático a la costa en desarrollo, de Africa a Europa y de Centroamérica y México a EEUU.
En un primer momento las resistencias a la globalización se dieron sobre todo en los países ricos. El desarme aduanero y la libertad de competencia amenazan en primer lugar sectores como el agrario o el cultural que han sido pilares de la construcción identitaria y clientelar del estado nacional. El capitalismo que viene no iba a ser bien recibido por todo el mundo. El desequilibrio entre los tres vectores acentuó pronto la inseguridad de los sectores más protegidos. Bajo distintas formas aparecieron tanto en Europa como en EEUU nuevos enfoques para el nacionalismo y junto a ellos sectores que pedían tiempo, tiempo para reformar la globalización, tiempo para hacerla más armónica. Pero no pretendían impulsar aún más el libre comercio y la libertad de movimientos de las personas, sino al revés, restringir una vez más el movimiento de capitales y levantar barreras no arancelarias al comercio (como las famosas claúsulas sociales). Son los altermundistas.
A finales de la primera década del siglo XXI, la evolución de China y otros países asiáticos demostrará en los hechos que las cláusulas sociales sólo ralentizan la salida de la pobreza. No es la única lección: los nuevos triunfadores asiáticos reforzarán también el modelo capitalista autoritario, sirviendo de referencia tanto para los países exsocialistas como para la sociedad de control hacia la que apuntan los estados nacionales en los países ricos.
Pero el cierre de filas de las redes clientelares y los privilegiados del mundo nacional en torno al estado no es un fenómeno periférico. En EEUU y en Europa las industrias dependientes del monopolio de la propiedad intelectual (cultura y entretenimiento, farmacéuticas, software, …) tuvieron cada vez más abiertamente un papel estratégico en las políticas estatales. Del Digital Millenium Copyright Act de Clinton al ACTAde Bush y Obama, el control social hacia dentro y el imperialismo tecnológico hacia fuera se convierten en la base del orden mundial impulsado por la UE y EEUU.
A otra escala, fenómenos similares de fusión y parasitismo clientelar aparecen alrededor de todos los estados. Los sectores no competitivos y las viejas clases de linaje cierran filas en torno al estado, restringiendo su alcance y su capacidad: enquistándolo en nacionalismo. La estrategia les resulta útil para evitar la pérdida de poder a corto plazo, pero a medio plazo es también destructiva para el propio mercado interno, sobre todo en los mercados nacionales más débiles.
En consecuencia surgen progresivamente «zonas de sombra» allí donde el estado no llega por su propia definición nacional o donde es incapaz de mantenerse por su pérdida de potencia económica. Son estos espacios los primeros en ser ocupados por paraestados y redes criminales transnacionales. Es el terreno natural de Hamas, el Primeiro Comando da Capital o los cárteles mexicanos.
Pero, ¿de dónde salían estos movimientos? Las políticas de captura funcionaron como el perro del hortelano: al limitar el alcance de la globalización y cercenar el desarrollo del capitalismo que viene sin recursos ni capacidad para conseguir un cierre total o alternativo en un ámbito menor, el nacionalismo de las élites privó a las clases medias de acceso a las posibilidades de competir en la globalización al tiempo que les negaba ya la protección clientelar.
Son las nuevas clases globales de la postmodernidad. Los descolgados de la globalización. Las élites medias de las estructuras sociales de la periferia, eran ya hijas de Internet y las compañías de vuelos baratos. Si volvemos atrás un lustro y miramos las biografías personales de sus líderes veremos que los dirigentes de los cárteles mexicanos habían estudiado en inglés en buenos colegios, los activistas de AlQaeda habían ido a universidades occidentalizadas y hecho viajes de estudios a Europa e incluso la dirección del Primer Comando da Capitalpaulista gestionaba vía satélite el curso de sus tráficos en tres continentes con la eficiencia de los sistemas de logística y mensajería punteros en el mercado. Pocas cosas pueden representar mejor hasta qué punto hemos entrado en una nueva etapa que esa nueva lumpenburguesíatransnacional.
De hecho es sumamente reveladora sobre el significado de la descomposición misma.
La descomposición es el producto de un equilibrio de fuerzas mantenido demasiado tiempo, entre el capitalismo que viene y los sectores que viéndose perjudicados por él mantienen sin embargo el control sobre el aún formidable poder del estado. Estructuralmente se trata de un molde ya conocido. Si hacemos memoria es el mismo proceso que llevó al desmoronamiento del bloque soviético, congelado en la dicotomía entre autarquía estatalista e ingreso en el mercado mundial. En sistemas como aquellos donde toda la propiedad era estatal y la producción era dirigida por la clase política, el compromiso del estado con los privilegios de sus propias élites y redes clientelares no podía sino resultar tan paralizador como arrasador en su hundimiento. Eso fue lo que vimos a finales de los ochenta: no el triunfo de una ideología o un bloque sobre otro, sino el coste social y político de la resistencia nacional de las élites a aceptar la inserción en el mercado global. Inserción tanto más dolorosa cuanto que sólo es realmente abordable si se desbloquea el ascensor social… en sus dos sentidos.
Evidentemente las consecuencias y las formas concretas están siendo distintas en cada parte del mundo en función de su lugar en el mapa económico y político mundial. Lo que en EEUU genera el Tea Party, en Venezuela genera el chavismo y en Palestina a Hamas. Lo que en Somalia abre paso a una al Qaeda local, Al Shebah, en Michoacán da lugar a la familia; lo que en Rusia produce el fenómeno Putin en EEUU y la UE se manifiesta como leyes tendentes a la sociedad de control. Pero en realidad se trata de la misma obra representada en distintos escenarios con distintos contextos.
Una triste representación que de paso demuestra cómo el altermundismo no puede sino ser contraproducente y el antiglobalismo directamente reaccionario pues ambos acaban alimentando y dando razón de un enquistamiento nacional del estado indistinguible de su captura por las redes empresariales y clientelares que están en el origen de la descomposición misma. La diferencia es, en todo caso interna: los antiglobalistas pretenden la captura por los campesinos subsidiados o los funcionarios públicos, los neonacionalistas por los exmonopolios estatales y el capital de toda la vida. La nación siempre fue un imaginario de significados ambiguos.
La descomposición no es una consecuencia de la globalización, sino de su estancamiento ante la resistencia de los sectores del poder económico y social dependientes del estado nacional. Resistencia que hasta ahora ha conseguido frenar el verse sometidos a una creciente competencia, pero que –para lograr postergar ese hecho– ha sacrificado la cohesión social e impulsado, para encubrirlo, políticas cada vez más autoritarias vestidas, eso sí, de canto identitario al imaginario nacional.
Claro que la generación de identidades nacionales desde el estado también había sido erosionada por la globalización y, sobre todo, por la naturaleza transnacional de las comunidades virtuales nacidas de la blogsfera. ¿O no?