El capitalismo que iba a venir
La promesa de la globalización
Sin poder materializar el disenso en un sujeto político colectivo, la historiografía de hoy ha de contar el proceso como el fracaso de una tendencia de la élite del PCUS, la de Andropov y Gorbachev, cuyo modesto propósito reformista -revivificar la fe de la población en las instituciones y acomodar a la URSS y sus satélites europeos en el comercio global- se le habría ido de las manos. En realidad, las palancas del poder simplemente se deshicieron en sus manos. El golpe de 1991 escenificó bien tanto la impotencia del nuevo poder como la de sus sectores críticos. El hundimiento se mostraba en tiempo real ante las cámaras.
Pero ante los ojos del mundo el proceso aparecía como un producto de la inconsistencia de una utopía totalitaria fallida. No se enmarcaba en un fenómeno global. Era cosa de ellos, los del otro lado del telón de acero. Lo demás eran consecuencias más o menos directas como la llegada al poder de los muyahidines en Afganistán.
Cierto que la primera guerra del Golfo debería haber abierto una cierta reflexión, pero el foco estaba en otro lado. Al caer el bloque soviético el bloque occidental dejaba de tener sentido, perdía irremediablemente cohesión ante la ausencia del enemigo histórico. En palabras del presidente Bush, llegaba el tiempo de un Nuevo Orden Mundial en el que los países exsocialistas conocerían un crecimiento sin precedentes similar al milagro económico europeo de postguerra.
Con todo no faltaban síntomas de descomposición entre las economías más débiles. Somalia y Rwanda fueron algo más que anécdotas o un producto del reacomodo de las antiguas zonas de influencia dentro del bloque norteamericano. La anexión de la República Democrática Alemana por la República Federal Alemana mostró lo difícil que podía llegar a ser «reeducar» a una población cuyos lazos sociales se habían visto seriamente afectados por la descomposición dentro de una sociedad de mercado por próspera que fuera. La llegada masiva de emigración rusa a Israel, con su secuela de crimen organizado de alto nivel pero sobre todo con su resistencia a la integración lingüística y cultural también contaba algo importante.
Pero, en la mirada de la época, no dejaban de ser fenómenos periféricos o costes heredados. El centro vivía en la excitación de la inminencia de una nueva juventud. Su contraseña era globalización.
Como ocurre en muchos casos históricos el manifiesto más claro y completo de la promesa de la globalización se publicó cuando las razones para dudar de que la tendencia pudiera llegar a imponerse estaban generalmente fundadas. Como es tan común en nuestra época, se trató de un ensayo pulp, un libro de tirada masiva traducido a decenas de lenguas y convertido rápidamente en icono. Como también es común en estos casos su título –The World is Flat3– no correspondía exactamente al contenido del libro que más que defender la idea de que la Tierra es ya plana -una metáfora para subrayar las potencialidades del comercio, la competencia y la colaboración transnacional- defendía que se estaba aplanando.
En el modelo de Friedman la emergencia de Internet y la cultura hacker por un lado, con la internacionalización de las empresas por otro, unidos ambos por la ruptura geográfica de las cadenas de valor, producirían una verdadera popularización del capitalismo, una auténtica e irrefrenable globalización de los pequeños que impulsaría un desarrollo generalizado al permitir competir en condiciones de igualdad a cualquiera en cualquier lado.
Los globalistas podían mostrar como la reducción de la pobreza en el mundo, continua desde el arranque del capitalismo industrial, se había acentuado drásticamente desde 1989, sobre todo cuando a finales de los noventa los cambios en Asia comenzaron a reflejarse en las estadísticas. Los críticos señalaban que los niveles de desigualdad también se habían disparado4. El debate sobre la globalización (o para los antiglobalistas sobre el neoliberalismo) se enmarcaba así en unos moldes heredados de la batalla ideológica de la guerra fría, relativamente asumibles en la dialéctica derecha-izquierda en sus distintas variantes culturales.
Lo cierto es que por primera vez y por las mismas causas, emergía una nueva pequeña burguesía tanto en el centro como en la periferia que se conectaba más entre sí que con el entorno del poder económico establecido. De Shanghai a Berlín y de Nairobi a Sao Paulo pasando por San Francisco, pequeñas empresas comenzaban a disfrutar de un mundo con Internet, líneas aéreas de bajo coste y una parte importante del capital-conocimiento libre. Existir en el mundo se tornó en pocos años barato y accesible… no sólo para empresas convencionales, por supuesto, también para movimientos sociales, redes criminales y organizaciones terroristas5. La batalla de Seattle, el nacimiento de Al Qaeda y Alibaba.com no sólo tienen en común la fecha, año 1999, sino el sustrato de una estructura de comunicación distribuida transnacional y una base generacional nueva.
No en vano es también el momento álgido de la burbuja puntocom. Para los chicos listos de la nueva clase media emergente en la periferia y para los hijos de las generaciones desencantadas del mundo desarrollado, se trata en cualquier caso de una gran noticia: la capacidad de influencia que añoraban en casa se vislumbraba accesible a un paso, o mejor, a un click con el ratón. Basta con ampliar el campo de batalla. Algo que, en los noventa, la explosión del uso de Internet haría accesible para muchos.