Una de las consecuencias del fanatismo es que nos lleva a confundir los sueños con la realidad. A creer que basta con soñar para que las cosas se concreten. En política la situación es similar y vemos ejemplos todos los días. El problema es que el fanático siempre anda a cierta distancia de la realidad, nunca pone los pies sobre la tierra. Cree por fe que las cosas siempre saldrán bien.
Si el fanatismo es en los deportes el efecto es menor. La fanaticada goza a lo grande cuando a su equipo le va bien y sufre amargamente cuando pierde. Pero las cosas no llegan a más. Hay casos extremos, como cuando el famoso “Maracanazo”, después del cual varios brasileños se suicidaron de la pena por que su selección perdió el Mundial.
Pero hay otros fanatismos que pueden tener efectos de mayor alcance. Este es el caso de la política.
La política como ciencia o como práctica en el ejercicio del poder, debe ser objetiva. Es parte de las ciencias sociales. Tiene su propia metodología, objetivos y produce resultados. Muchos consideran que la política es también un arte, la conceptúan como el arte de gobernar una nación. Hablar de la política como arte se refiere al sentido figurado y está referida a las habilidades que un buen político debe poseer para ejercer el oficio con eficiencia. Es como hablar de la política como magia.
La política como ciencia o como arte de gobernar está pegada a la realidad. No hay nada más concreto y real que gobernar un país, que ejercer el poder desde las esferas del Estado. Hacerlo requiere de conocimientos, habilidades y objetivos claros. Un buen político conoce la realidad en la que ejerce su acción, ha adquirido un conjunto de habilidades personales y o de grupo que facilitan su acción y tiene objetivos y metas claras a conseguir.
La gran dificultad con el fanático de la política es que este considera que sus sueños se harán realidad en forma automática, al igual que sus pesadillas si gana el contrario. Por tanto el fanático tiende a los comportamientos extremos, apoya incondicionalmente o desaprueba totalmente. El fanático no hace un análisis para evaluar ventajas y desventajas, fortalezas y debilidades, posibilidades y limitaciones, amenazas y oportunidades. El fanático político no entiende jamás que la acción política concreta está mediada por la correlación de fuerzas que impone la realidad en cada momento.
En la medida que la democracia formal se ha ido perfeccionando en nuestras sociedades, las elecciones y el voto ciudadano ha ido tornándose en una mega tendencia mundial, en un método universal para elegir funcionarios públicos. Esto tiene como consecuencia que la política se masifica, al menos durante las campañas electorales, pues necesita involucrar a toda la ciudadanía para obtener su voto. Esta situación debería generar un efecto positivo si se promoviera la educación política y cívica de la ciudadanía.
Una población educada política y cívicamente, busca información objetiva, la analiza y toma una decisión racional. Lograr esto debería ser un objetivo central de la democracia formal para su desarrollo. Pero en la realidad esto no sucede. En las elites políticas no siempre hay interés en educar a la ciudadanía, no siempre hay interés en trasladar la información suficiente, o en transparentar las verdaderas intenciones y objetivos a perseguir. Esto tiene como consecuencia que las campañas electorales, que son un momento muy importante en la vivencia democrática, dejan de ser educativas y se convierten en campañas comerciales de marketing político, en la cual el voto ciudadano es una moneda de cambio para comprar un producto. Así las modernas contiendas electorales no se diferencian de una campaña comercial para vender crema dental o cualquier otro producto de uso masivo.
Esta forma de hacer campaña encubre la realidad, esconde los verdaderos objetivos de las elites políticas. Nos hacen creer que los problemas se resolverán a partir de un líder y sin la acción colectiva. Al masificar las promesas electorales, estas se vuelven vagas, no se sabe en cuanto tiempo, con que costos y en qué porcentaje se van a cumplir. El objetivo es obtener el voto ciudadano a través de la publicidad, para ello es necesario exagerar nuestras cualidades y posibilidades y también las incapacidades y lo malo del contendiente.
Este estilo de hacer política, que favorece a los grandes medios de comunicación, contribuye a aumentar el fanatismo político.
El Salvador es el país de América Latina con menos regulación legal para controlar las campañas electorales. Las pocas regulaciones que hay sobre propaganda electoral se violan de manera flagrante. No hay ningún tipo de regulación para la obtención de fondos y los gastos de campaña, no se rinde cuentas a nadie de nada. Lo anterior, aunado a los bajos niveles educativos y a la pérdida de la cohesión social, nos lleva a que el fenómeno del fanatismo político se vuelva masivo.
A mayor índice de fanatismo político, mayor nivel de polarización política y viceversa. Hay muchos estudios donde se analiza el fenómeno de la polarización política, pero hay pocos trabajos que se refieran al fanatismo político y menos que vinculen ambos fenómenos sociales para analizar las formas en que mutuamente se alimentan.
Cuando el fanatismo se vuelve un fenómeno generalizado, se vuelve “trans-ideológico”. Me refiero a que no lo podemos ubicar en una sola de las ideologías existentes y a que puede cambiar de signo ideológico. Por ello encontramos fanáticos en las ideologías de derecha y de izquierda. Además encontramos fanáticos que se mueven de la derecha hacia la izquierda o viceversa y continúan siendo fanáticos pero de signo contrario.
Pareciera chiste, pero el fanático lo es en cualquier parte. Por ello pasan de ser fanáticos de la derecha a serlo de la izquierda y lo contrario. Pues el fanatismo al estar centrado en la forma superficial y elemental de ver la realidad, al estar basado en la fe y la emotividad, al negar la complejidad de la realidad, se coloca por encima (o por debajo) de cualquier ideología.
Lo anterior explica la movilidad del fanático, que ayer lo vimos dando la vida por un partido o un candidato y mañana lo veremos dando la vida por el partido o el candidato contrario. La visión superficial de la realidad y la fe con la que asume las promesas lo lleva con frecuencia a la rápida desilusión. Así se explica como durante la campaña electoral vemos a muchos que apoyan incondicionalmente un candidato presidencial, lo defienden a capa y espada, no permiten que se le hagan críticas ni señalamientos; pero después de un año de estar gobernando, están desilusionados, lo acusan de traidor, de mentiroso, etc.
La historia política reciente de nuestro país tiene ejemplos para demostrar lo anterior. José Napoleón Duarte, fue sujeto, beneficiario y finalmente víctima de uno de los fanatismos más célebres de los años setenta y ochenta del siglo pasado, este se sintetizaba en la frase “Con Duarte aunque no me harte”. Pero después de su segundo año de gobierno toda su fanaticada desilusionada por el “incumplimiento de sus promesas” comenzó a migrar al partido de signo contrario. En la siguiente elección presidencial su partido sufrió una tremenda derrota de la que no se recuperó.
Esta situación le costó al país veinte años de neoliberalismo y todas las secuelas a las que nos hemos referido en otros comentarios. Gracias a los fanáticos el país perdió. Grupos minoritarios se apoderaron de la riqueza nacional y los problemas económico-sociales se volvieron críticos.
La ideología es un lente a través del cual se ve la realidad, por tanto siempre lleva implícito un nivel de distorsión. Pero tiene la utilidad que permite verla desde la perspectiva de los intereses de los grupos concretos que conforman la sociedad. Además es difícil imaginar una visión completamente neutra de cada fenómeno o hecho de la realidad. Por ello podríamos considerar que siempre habrá en la política una dosis de fanatismo, lo cual es saludable en la medida en que se queda al nivel de identificación con una forma de pensamiento, pero no se pierde el sentido de racionalidad que permite desarrollar la crítica sana y objetiva.
En pocos días el gobierno de Mauricio Funes cumplirá su primer año de gobierno. Un análisis objetivo nos llevará a ver los logros y el déficit, los aciertos y los fracasos. Desde el lente de nuestra ideología tenemos la obligación de evaluar el rumbo estratégico del gobierno. Desde la perspectiva de la política como ciencia debemos ver la correlación concretas de fuerzas en la cual interactúa. Desde la lógica de política como arte debemos analizar las habilidades y estilos del presidente y su equipo de trabajo.
En todos los análisis que se hagan habrá dos propósitos fundamentales, los que buscamos que este gobierno del cambio tenga éxito y pueda tener continuidad después del 2014; y los que buscan que fracase, para volver en cuatro años al viejo estado de cosas.
Por ello, la tarea de evaluar este primer año no es un simple ejercicio académico, aunque debe tener su rigurosidad. Pero además debe ser orientador. Debe proveernos de las herramientas que permitan corregir los errores, superar el déficit y afinar la brújula de la orientación fundamental.
Debe además ser educativo para la población. Es un momento de reflexión. La ciudadanía debe conocer los logros y los esfuerzos que han costado. Debe recordar las enormes dificultades que se encontraron en el aparato del Estado. Debe comprender la complejidad y profundidad que han adquirido los problemas sociales, especialmente la violencia delincuencial. Debe entender el entorno de crisis internacional en que se ha gobernado este primer año.
Si logramos lo anterior estaremos dando un paso importante en la educación cívica y política de los salvadoreños. Además contribuiremos a reducir el fanatismo político que nos ha causado daños en el pasado y nos puede volver a golpear.
Ayutuxtepeque, jueves, 06 de mayo de 2010.
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