Por Lucien Seve
¿Qué supuestos de su propia superación produce el capitalismo?
En la lectura tradicional de Marx y de Engels por parte del movimiento obrero revolucionario, lo central era sin duda alguna lo siguiente: basado en el carácter privado de los medios de producción, el capitalismo imprime a la producción un carácter cada vez más social. De esta premisa resultaban los rasgos principales del «socialismo científico»: la tarea histórica era convertir en social la propiedad de los grandes medios de producción y de cambio, lo que presuponía la conquista del poder político por la clase obrera y, por lo tanto, su organización en un partido apto para esta conquista, abriendo así la vía a la abolición del capitalismo. Hoy evaluamos de qué lectura reduccionista solamente del Libro I de El Capital se nutría tal concepción. Al considerar decisiva la cuestión del modo de propiedad (y ni siquiera de posesión efectiva) de los medios de producción, ella permanecía ciega ante relaciones y lógicas de orden más fundamental, como el tipo de progresión de la productividad, con el sacrificio de seres humanos y de la naturaleza que le es inherente, el carácter socialmente alienado de las regulaciones más importante, con los despojamientos de todo tipo que están ligados a ello. En tal sentido, el «socialismo real» no ha sido a fin de cuentas -aún si no se ha reducido enteramente a ello- más que una alternativa estatista del modo de apropiación capitalista, de cuya órbita renunciaba así a escapar sin darse cuenta de ello. De tal modo, hay lógica en que haya finalmente recaído en él.
Sin embargo -no pocos de los trabajos de estas últimas décadas lo han mostrado- hay en Marx mismo ideas que llegan mucho más lejos a lo esencial en el estudio histórico-crítico del capitalismo. Por falta de tiempo, evoco aquí un solo ejemplo, que es crucial para nuestra época. Extrapolando, con un gran conocimiento de las realidades industriales de su tiempo y también, con una audacia inaudita de pensamiento, en qué medida se vería trastornada la producción por la introducción en ella, en gran escala, de la ciencia, vio aproximarse un nivel de productividad en que el tiempo de trabajo directo «desaparece como algo infinitamente pequeño» en relación a su producto, en que el hombre-productor no es más que «supervisor y regulador» del proceso de producción. De tal modo, razona, «el robo del tiempo de trabajo ajeno, sobre el cual se funda la riqueza actual, aparece como una base miserable comparada con este fundamento recién desarrollado, creado por la gran industria misma». «El plustrabajo de la masa ha dejado de ser la condición para el desarrollo de la riqueza social, así como el no-trabajo de unos pocos ha cesado de serlo para el desarrollo de los poderes generales del intelecto humano». Así se convierte en obsoleta «la producción fundada en el valor de cambio», encerrada en las formas contradictorias de la «penuria» en medio de la más grande riqueza, mientras que florecen los supuestos materiales del «desarrollo libre de las individualidades». (*)
Ciento cuarenta años después que fuera escrita esta página profética de los Grundrisse, ¿no hemos llegado justamente a este punto? Con la irrupción sin precedentes de la ciencia en la producción, ¿no estamos viviendo la reducción drástica del tiempo de trabajo necesario, aunque «cabeza abajo», es decir, preso de las lógicas capitalistas de la desocupación masiva, de la contratación aleatoria del trabajo, del trabajo precario, del despido precoz, al tiempo que surgen por doquier condiciones tales como los requerimientos de superación de la dicotomía esclerosante tiempo de trabajo/tiempo libre, de la reducción mercantil de la fuerza del saber y del trabajo, en síntesis, las premisas de una nueva era de la organización social y de la existencia personal? Otros supuestos, que Marx no previó, vienen por lo demás a vincularse a ello, como el inmenso auge de los servicios y la omnipresencia de la información, hoy encorsetadas en la forma-mercancía al precio de una desastrosa mutilación de las posibilidades que ellos implican: repartición de los costos, cooperaciones no depredatorias, desarrollo superior de las capacidades personales. Agregaría a todo ello un proceso naciente pero ya poderoso: el gran frenesí actual del capital en los países más desarrollados es el de convertir al mayor número de asalariados en trabajadores independientes con contratos puntuales, es decir, liberarse enteramente, no sólo de las cargas sociales sino del salario mismo. Esta tendencia inédita del capital a superar el régimen del salariado, ¿no ofrece un enorme tema para reflexionar acerca del estadio al que estamos llegando de maduración objetiva de la cuestión comunista?
Lo que pasa aquí a primer plano es, de otra manera, más que el problema de la propiedad, el de las regulaciones en su conjunto y de su carácter intrínsecamente alienado en el capitalismo, en que no cesan de crecer las potencias sociales indómitas que nos subyugan y nos aplastan. Como decía Marx en fórmulas sintéticas que sería un grave error, desde mi punto de vista, considerar como una mera especulación filosófica, la esencia del capitalismo es invertir las relaciones entre la persona y la cosa, entre el fin y el medio. La superación del capitalismo tal y como se nos presenta hoy, ¿no tiene eminentemente que ver con la de recolocar sobre sus pies esas relaciones fundamentales para construir la primacía del desarrollo de los seres humanos por sobre la producción de los bienes y de la deliberación colectiva de los fines por sobre la puesta en acción de los medios? De la socialización burocrática de los medios de producción, hay que pasar a la apropiación democrática de las finalidades de todas las actividades sociales. Desde este punto de vista, la noción de criterio, cara a P. Boccara, me parece efectivamente central, porque en la intervención para cambiar los criterios de las actividades sociales se realiza el retorno desalienante de la cuestión de los medios subordinada a la de los fines. Por ahí también se nos sugiere un cambio en profundidad en la manera de pensar el avance consciente hacia esa civilización superior que Marx llama comunismo. A lo súbito, tan brutal como poco operatorio, en definitiva, de la revolución -abolición se sustituye la figura del vuelco progresivo, de las mixturas conflictivas de formas privadas y públicas, mercantiles y no mercantiles, que evolucionan hacia el predominio de las segundas y de sus criterios, mientras que el planteo demasiado sumario del poder se ramifica, sin desaparecer por cierto, en la construcción de nuevos centros y de nuevas capacidades de decisión, apoyándose en los supuestos más desarrollados de otro orden socio-político. Una lógica esencialmente diferente de superación del capitalismo parece esbozarse aquí, no por cierto menos sino más auténticamente revolucionaria en sustancia que la que ya ha transcurrido, liberada sin embargo de las mitologías sangrientas de la lucha final y de la tabla rasa. Todo esto puede resumirse en una segunda tesis: si Marx está vivo en tanto filósofo, lo está tanto más como pensador del comunismo. Mas allá de la vulgata falaz del «socialismo científico», hay un núcleo racional, desconocido por muchos y todavía más actual hoy que en su tiempo, en su análisis del movimiento del capital en tanto productor de las condiciones materiales de su superación.
Considero que se puede generalizar el ejemplo que he dado brevemente a propósito de la productividad y del tiempo de trabajo, como podría demostrarlo el proceso polimorfo de la mundialización, de la crisis universal de las relaciones autoritarias o del irreprimible movimiento de las mujeres hacia la igualdad.
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