De cómo caracteriza Marx la forma vulgar de la teoría, Parte 1

Fuente: http://www.debatesocialista.com/index.php/articulos-especiales/1479-de-como-caracteriza-marx-la-forma-vulgar-de-la-teoria-i-parte

Por Rubén Zardoya Loureda (**)

Trátese del discurso político o del discurso estrictamente científico, de apuntes dispersos o de severas secuencias lógicas de la demostración acabada; sea en la forma respetuosa que le inspirara la reflexión clásica o en la figura de la ironía, la burla, el sarcasmo e, incluso, el desprecio y la ira provocados por la mediocridad vanilocuente y cómodamente asentada en la escalera de las dignidades, lo cierto es que la crítica -«el arma de la crítica» y «la crítica de las armas»- fue el elemento que forjó el espíritu de Marx, el fusor que moldeó su pensamiento científico y el leitmotiv de su actividad práctica y teórica. En su totalidad, el marxismo clásico constituye precisamente la crítica científica de la forma antagónica de producción social (de la sociedad antagónica) y, en particular, de la producción social burguesa. Todo resultado positivo de la teoría de Marx, lo mismo que todo imperativo orientado hacia la acción, fue una conclusión de la crítica de las relaciones sociales existentes, incluidas las relaciones ideológicas que las reflejan y producen, así como un punto de partida para su crítica práctica. La crítica, por consiguiente, no fue en su obra un apéndice o un requisito formal -como ocurre en la de sus epígonos vulgares-, ni un simple saldo de cuentas con su conciencia teórica anterior o con la de sus rivales, sino un momento orgánico de su modo de pensamiento y su concepción comunista del mundo; momento omnipresente que ató en un todo único la diversidad de intereses, conocimientos y tareas de cuya realización y solución se ocupó.

Pocos empeños pueden contribuir con tanta efectividad a conmover los cimientos de un pensamiento a su pesar educado a retazos como el estudio de la crítica de la economía política vulgar y, en general, del modo vulgar de teorización, desplegada por Marx a lo largo de toda su actividad creadora. Crítica que no se reduce en modo alguno a contrastar inconsistencias, debilidades y vicios con consistencias, enterezas y virtudes, sino que entraña, en primer término, una caracterización integral de esta forma de la teoría que, enseñoreada de la ciencia social burguesa, lo acompañó como un ave de rapiña durante toda su vida y después de su muerte se abalanzó groseramente a picotazos sobre su obra. Fue mucho más que una humorada su conocida negativa a llamarse a sí mismo marxista. De una forma u otra, partimos de la convicción de que es intrínsecamente falsa la manera habitual de exponer su pensamiento en manuales, diccionarios y ensayos publicitarios en los que, con intenciones de brevedad, claridad o simplicidad, el momento crítico se va entresacando y excluyendo de los textos, y se reduce al status de preámbulo o ilustración fortuita. Cuerpo sin ánima, la investigación científica de Marx pierde su sentido y su orientación original y se convierte en su reverso: la exposición dogmática de resultados positivos atemporales.

No cabe duda de que sólo el estudio directo por las fuentes originales puede contribuir a la comprensión de la caracterización que realiza Marx de la forma vulgar de la teoría e inducir recelo frente a la lógica sosa que opera a diestra y siniestra en la literatura de nuestros días. Sin embargo, con el fin de concretar algunas ideas respecto al objeto de nuestro interés -la filosofía burguesa posclásica- es imprescindible un rápido bosquejo de su crítica, al menos en la forma diáfana en que esta aparece en Historia Crítica de la teoría de la plusvalía.

Según Marx, la determinación primaria de este modo de pensamiento es justamente el acriticismo, entendido como incapacidad de descubrir las contradicciones del desarrollo social y de las doctrinas que lo conceptualizan, e indicar las vías para su solución. De hecho, no existe teoría social en la que no estén presente elementos de acriticismo (elementos vulgares), es decir, momentos más o menos frecuentes en que el pensamiento no logra reproducir el proceso -o alguno de sus eslabones- de sucesivas metamorfosis de las relaciones sociales que constituyen su objeto, toma «lo dado» (el fenómeno) por realidad última y presenta las formas transfiguradas exclusivamente como formas yuxtapuestas e inmediatas, «como formas extrañas e indiferentes entre sí, como formas simplemente distintas».[1] Desde este punto de vista, el desarrollo de la teoría científica se presenta como un proceso de depuración paulatina y, en determinados períodos revolucionaria, de estos elementos vulgares, un proceso en el que la reproducción acrítica de los fenómenos en forma de representaciones se va sustituyendo, no sin grandes retrocesos y auténticos traumas gnoseológicos, por el movimiento conceptual que aprehende su esencia y la despliega en toda la riqueza de sus metamorfosis históricas. No obstante, razones de diversa índole -la mediocridad de los advenedizos de la ciencia, el perfeccionamiento de la teoría científica y, sobre todo, las demandas del consumo social en determinadas épocas- producen un desprendimiento y una ulterior integración de los elementos vulgares en la forma de teorías más o menos redondeadas que comienzan a circular en la sociedad con vida propia.

A medida que la economía política va ganando en profundidad, tiende a expresar sus propias contradicciones y paralelamente con ello se va perfilando la contradicción con su elemento vulgar; a la par que las contradicciones reales se desarrollan en el seno de la vida económica de la sociedad (…) Al llegar la economía política a cierto grado de desarrollo, es decir, con posterioridad a Adam Smith, y cobrar formas determinadas, el elemento vulgar, simple reflejo del fenómeno en que aquellas formas se manifiestan, se desglosa de ellas para convertirse en una teoría aparte.[2]

La forma vulgar de la teoría, por consiguiente, no constituye simplemente un método prosaico del pensamiento social o un fruto contingente de las ínfulas creadoras de falsos intelectuales que incursionan en la ciencia, sino un producto necesario del desarrollo «de los antagonismos sociales y de las luchas de clase inherentes a la producción capitalista», integrado funcionalmente a las formas de ideología que hereda, produce y reproduce el capital. Su acta de nacimiento como configuración intelectual independiente se expide «cuando la economía clásica, con su análisis, ha destruido o, por lo menos, quebrantado considerablemente, las propias contradicciones en que se basa y cuando la lucha se manifiesta ya bajo una forma claramente económica, utópica, crítica y revolucionaria.»[3]

Desde el punto de vista lógico, es consustancial a la economía política clásica la búsqueda del nexo interior de los fenómenos estudiados, el esfuerzo por comprender el principio formador de la totalidad a diferencia de la diversidad de formas de manifestación, mediante el análisis concienzudo y exhaustivo de esta diversidad. Justamente el análisis constituye el método preponderante de investigación de los economistas clásicos; en él estriba la fuerza de su pensamiento: «el análisis es siempre condición necesaria de toda exposición de carácter genético; sin él no es posible comprender el verdadero proceso de formación y desarrollo en sus diversas fases».[4] En el análisis radica, asimismo, la debilidad de la teoría clásica: considerado como un método autónomo y suficiente en sí mismo, conduce inevitablemente al menosprecio del enfoque histórico; su objeto no es el organismo vivo en devenir, sino el sistema constituido de relaciones de producción, la compleja estructura de formas económicas interrelacionadas funcionalmente, en la cual se ha apagado el proceso de su formación, su nexo genético con el fundamento universal que les da vida. «A la economía clásica no le interesa presentarnos la génesis completa de estas formas, sino reducirlas analíticamente a su unidad pues son estas mismas formas las que le sirven de punto de partida».[5] Por cuanto el movimiento histórico que engendra y metamorfosea las relaciones económicas permanece a la sombra y el análisis se limita a describir el sistema existente de la producción capitalista,

la economía clásica incurre en el error de ver en la forma fundamental del capital, en la producción encaminada a apropiarse del trabajo de otros, no una forma histórica, sino la forma natural y eterna de la producción social. Pero a esto hay que añadir que su propio análisis conduce inevitablemente a la destrucción de este modo de ver.[6]

El designio de la economía vulgar consiste, todo lo contrario, en salvar de la quiebra y eternizar por cualquier medio este «modo de ver».

Si en las etapas iniciales del desarrollo de la ciencia, el teórico vulgar, enfrentado a contradicciones prácticas y teóricas insuficientemente desarrolladas, aún podía hacerse pasar por un científico desinteresado e imparcial y participar en alguna medida en la solución de los problemas económicos, con posterioridad «deliberadamente va volviéndose más apologético y pugna por hacer que se esfumen a todo trance las ideas en que se manifiestan aquellas contradicciones»,[7] y por demostrar la armonía de las relaciones capitalistas de producción, cuyo incipiente antagonismo había sido revelado por el pensamiento clásico. Esta circunstancia determina la naturaleza de su lógica de investigación: «la lógica de la estupidez»,[8] del pancismo, la charlatanería y la profanación de las conquistas de la ciencia. El economista vulgar de la época en que el capitalismo alcanza su madurez, por sí mismo «no produce nada, sino que toma de otros el contenido de la economía política en la forma que más le conviene»;[9] no es un científico en sentido propio, sino un panegirista profesional empeñado en deslindar y eliminar los aspectos enfadosos del pensamiento clásico. Sus rasgos distintivos son: «el vicio innato del plagiarismo»,[10] la reedición y elevación al absurdo de todos los errores de la economía política clásica y la solución formal -acrecentadora de la confusión- de las contradicciones que detuvieron a esta última; la renuncia al análisis de una forma particular históricamente determinada de la producción social a favor de generalidades hueras y de la exposición de sus prejuicios de clase; la crítica superficial, realizada desde las posiciones de la producción capitalista.

Se trata enteramente de una literatura de epígonos: por una parte, la reproducción de lo viejo, el desarrollo mayor de la forma, la asimilación más amplia del material, el esfuerzo por lograr una exposición aguda, la popularización, el resumen, la elaboración de los detalles, la ausencia de fases brillantes y decisivas en el análisis, el inventario de lo anterior; y, por otra, el incremento de pormenores aislados.[11]

Si hacemos caso omiso de sus títulos universitarios, el economista vulgar no es más que un traductor al lenguaje doctrinario de las representaciones y los motivos idealistas cotidianos que caracterizan «a los secuaces de la producción capitalista, sin calar a fondo en ellos»,[12] el mundo en que vive es un mundo de apariencias y fetiches que sólo descubre la configuración externa de los fenómenos, un mundo de formas irracionales, enajenadas y despojadas de todo contenido, un mundo paralógico, de relaciones invertidas. La economía política vulgar es precisamente una actividad de canonización de este mundo tergiversado con ayuda de una terminología cuasicientífica. «Y cuanto más superficiales son estos economistas más ‘ajustados a la naturaleza’ y más alejados de toda complicación abstracta se creen».[13]

No existen, claro está, teóricos vulgares «en forma pura» sino una gama multicolor de especímenes concretos. Sobre todo al comenzar la desintegración de la teoría clásica, son frecuentes los teóricos de orientación dogmática que, apegados de corazón a la doctrina del maestro, se empeñan en defenderla de sus detractores y en perfeccionarla sobre la base de su análisis exhaustivo, de la confrontación de unos conceptos con otros, del pulido y la insistencia en los detalles, de su complementación con las más disímiles concepciones afines o aparentemente afines a ella. Ya en estos autores se infiltra, por regla general, el espíritu de la teoría vulgar. Valga como ilustración, en este sentido, el análisis que hace Marx de la relación existente entre la doctrina clásica de Ricardo y su continuación en la obra de uno de sus más insignes discípulos.

Ricardo se esfuerza por encontrar las leyes a que obedecen los fenómenos contradictorios y de este modo pone de manifiesto la rica y viva entraña de donde extraer toda su teoría. James Mill procede ya de otro modo. No trabaja ya directamente sobre la realidad, sino sobre las formas teóricas proclamadas por el maestro. Pugna por refutar las contradicciones teóricas de los adversarios de la nueva teoría o por negar las paradójicas relaciones existentes entre esta teoría y la realidad. Pero, al hacerlo, se ve envuelto a su vez en contradicciones y, en el empeño de resolverlas, representa e inicia ya la liquidación de la teoría que dogmáticamente representa.[14]

Este género de discípulo es, por lo general, un virtuoso y un conocedor inteligente de la historia de la ciencia en cuestión; sus excursos suelen ser interesantes e ingeniosos, ricos en datos empíricos y estadísticas. En no pocas ocasiones, elementos aislados de su obra constituyen un progreso con respecto a la doctrina que le sirve de punto de partida y un acicate para investigaciones científicas ulteriores. Sin embargo, ya en este punto de la pendiente los preceptos de la Lógica Formal y, sobre todo, el veto de la contradicción, comienzan a superponerse sobre la relación entre los diferentes momentos de la teoría, entre los objetos que esta representa y entre la teoría y la propia realidad. Lo mismo que la doctrina que se acepta como grado supremo del desarrollo de la ciencia, la realidad que en ella se conceptualiza se congela en un presente absoluto y sustancialmente invariable. Por una parte, James Mill intenta

…presentar la producción capitalista como la forma absoluta de la producción y demostrar que sus contradicciones reales no son más que contradicciones aparentes; por otra parte, pretende hacer aparecer la teoría de Ricardo como la forma teórica absoluta de este régimen de producción y demostrar que las contradicciones teóricas descubiertas por otros, o que simplemente se imponen por sí mismas, son puramente ilusorias.[15]

Desde este momento, el teórico posclásico comienza a servirse de los circunloquios y del malabarismo verbal en aras de solucionar las contradicciones de la teoría. El escolasticismo empieza a vestir sus túnicas grises y las conclusiones a las que se arriba socavan irreversiblemente los cimientos de la teoría clásica. La argumentación -insiste Marx una y otra vez-, que llega a convertirlo todo «en un problema de palabras», «es siempre la misma: si una relación contiene términos contrarios, representa la unidad de los contrarios, la unidad sin contradicción».[16]

No es otra la lógica que preside la actividad teórica de pensadores vulgares «de menor rango» -Prevost, de Quincey, Bailey-, quienes, aunque incapaces de comprender la esencia de la doctrina de Ricardo y, por consiguiente, de resolver sus auténticas dificultades por otra vía que no sea la de la apariencia, la puerilidad y el absurdo, aún se afanan seriamente por desarrollarla, pueden en ocasiones constatar el verdadero meollo de algunos problemas y orientar la investigación hacia su solución; logran determinar con mayor exactitud que el maestro la naturaleza de diferentes relaciones económicas, y, sobre todo, resultan capaces de conferir a la teoría clásica una mayor coherencia formal. Esta es igualmente la lógica imperante en las construcciones teóricas de los vulgarizadores consumados que, en virtud de la ligereza con que tergiversan, coquetean y traducen al lenguaje del pancista instruido la teoría abstracta de sus predecesores, alcanzan el clamoreo y la anodina gloria de la popularidad entre profanos y diletantes. Tal es el caso de J.R. MacCulloch, «el hombre que vulgarizó la doctrina de Ricardo y J. Milly, al propio tiempo, el más lamentable exponente de la descomposición de esta doctrina», el «gran impostor» que llenó de ruido la llamada Europa culta de la época.[17]Su fisonomía teórica es tan característica del período posclásico del desarrollo del pensamiento social que, sobre todo en nuestros días, al leer la crítica de Marx, más de un batallón de uniformados de la ciencia y la filosofía podría aplicarse plenamente la advertencia: de te fabula narratur: «Panegirista, de la realidad existente», «lo único que le preocupa, con una inquietud llevada hasta lo cómico», son las fallas en el sistema de relaciones que le garantiza un puesto privilegiado y seguro; su tarea es «copiar sumisamente todo lo anterior», pasando, «sin el menor pudor», del campo de los pensadores clásicos al de los vulgarizadores acreditados, en un desatinado empeño por conciliar posiciones irreconciliables. El peregrinaje de sus razonamientos y la forma chata en que enfoca la realidad hace que desaparezca toda dificultad en la solución de los problemas más espinosos de la ciencia y que «en su doctrina nada rompa la continuidad, todo aparezca bien ensamblado». La conclusión última de sus digresiones es la santificación de las incongruencias del pensamiento clásico y el desmontaje de sus fundamentos teóricos.[18]

(*) Tomado del libro La Filosofía Burguesa Posclásica de Rubén Zardoya, publicado en La Habana, Cuba, año 2000. Disponible en versión digital en: www.revolucionomuerte.org

(**) Revolucionario cubano, Licenciado en Filosofía y Doctor en ciencias Filosóficas graduado en la URSS, Ex Rector de la Universidad de La Habana.

Notas:

[1] Carlos Marx: Historia crítica de la teoría de la plusvalía, ed. Buenos Aires, Ed. Cartago S.R.L. 1956, t. 5, p. 366.
[2] Ibídem, p.393.
[3] Ibídem, p.394.
[4] Ibídem, p.393.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem, p.394.
[8] Ibídem, p.392.
[9] Carlos Marx: Manuscritos económicos de los años 1857·1859, en: Carlos Marx y Federico Engels, Obras citadas, t. 46, 1 parte, p. 4 [en ruso].
[10] Carlos Marx: Historia crítica de la teoría de la plusvalía, ed. Cit, t. 5, p. 123.
[11] Carlos Marx: Manuscritos económicos de los años 1857-1859, ed. cit., I parte, p.3.
[12] Carlos Marx: Historia crítica de la teoría de la plusvalía, ed. Cit, t. 5, p. 366.
[13] Ibídem, p.386.
[14] Ibídem, p.144.
[15] Ibídem.
[16] Ibídem, p.154.
[17] Ibídem, p.199-200.
[18] Ver: Ibídem, p.199-211.

Publicado originalmente en “Debate Socialista”Edición Nº 204, 30 noviembre y 02 diciembre, 2012
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