Juan Moscoso del Prado
Semana del 19 al 25 de mayo de 2014
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El principal reto al que se enfrenta la socialdemocracia es el de ser capaz de presentar una alternativa económica clara al modelo que defienden los conservadores. Aunque sea doloroso reconocerlo, durante un tiempo no fue así, en particular durante el último ciclo económico (1993-2008 en España) dominado por las ideas de la Tercera Vía, propuesta elaborada por académicos como Anthony Giddens.
Tanto el laborismo británico de Tony Blair en el Reino Unido a partir de 1997, como Gerhard Schröder en Alemania entre 1998 y 2005 desde su victoria con el programa “el nuevo centro”, o Bill Clinton en los EEUU entre 1993 y 2001 representan ese tiempo, un claro intento de adaptación a la realidad surgida de las transformaciones económicas y sociales impulsadas por la llamada Nueva Derecha de Margaret Thatcher y Ronald Reagan una década antes, y que al final quedó como la asunción de sus principales tesis sin aportar una visión propia en el terreno económico. En el mundo postcrisis financiera de hoy, incluso sus promotores de entonces reconocen que el enfoque meramente de oferta de la Tercera Vía olvidó que las economías necesitan otro tipo de políticas como la inversión pública para estimular el crecimiento, para crear oportunidades para los jóvenes, y sobre todo para reducir la creciente desigualdad que la desregulación que ellos mismos auspiciaron y que tanto ha aumentado antes y sobre todo después de la crisis. Una crisis que también es resultado del dogma desregulador.
A pesar de la ausencia de respaldo teórico sobra las supuestas bondades de la desregulación, la derecha consiguió que su opción ideológica se convirtiera en norma sesgando la evolución de un ciclo económico completo. ¿Cómo lo logró? Lo hizo creando la poderosísima maquinaria conservadora de fabricación de marcos de referencia.
Los institutos y fundaciones conservadoras, los llamados neocon, convencieron a medio mundo de que las virtudes de la desregulación y las políticas de oferta eran hechos objetivos demostrables por la ciencia económica. La izquierda reaccionó muy tarde, construyendo su propia maquinaria a partir de la reelección de George W. Bush hasta el triunfo de Barack Obama en 2007, gracias a trabajos como el de George Lakoff, No pienses en un elefante, 2006.
La ilusión de prosperidad y riqueza de esos años impidió cualquier crítica objetiva sobre la insostenibilidad de lo que sucedía, nuestro país fue un gran ejemplo de ello. Es evidente que la izquierda que gobernó durante ese periodo no fue inmune al contagio del paradigma único de la desregulación.
Las consecuencias de aquellos errores están hoy a la vista. Más desigualdad y concentración de los costes de la crisis en los más desfavorecidos que nada tuvieron que ver con su origen.
Con todo, hoy, desde una perspectiva de izquierda, existen elementos objetivos que bien interpretados y utilizados permiten plantear una alternativa sin desigualdad al paradigma que la derecha ha impuesto desde hace tres décadas. Y también a pesar de que la crisis no haya supuesto un retorno mayoritario del electorado a los partidos de izquierda con la intensidad que podía haberse esperado, tras el estallido de una crisis generada por la hegemonía ideológica de las ideas de la derecha, e incluso de sus consecuencias: más desigualdad que nunca en Europa.
Así, en el ámbito comunicativo, la maquinaria conservadora de creación de marcos de referencia no ha logrado ser tan eficaz como durante el anterior ciclo económico, y su nueva idea fuerza ideológica, la austeridad, no ha calado como lo hizo la desregulación. Sin duda la izquierda ha aprendido a defenderse en este campo, pero no ha sido sólo eso.
Desde una perspectiva teórica, académica, científica, la economía está explicando con rigor y objetividad los estragos generados tanto por la desregulación como por la austeridad.
El FMI, el BCE y numerosos estudios han demostrado que los efectos contractivos del ajuste fiscal han sido superiores a lo previsto. A pesar de ello la Comisión Europea ha tardado demasiado en reconocer que había subestimado el incremento en el desempleo, la caída en el consumo privado y en la inversión asociados a la consolidación fiscal. Al calcular los multiplicadores fiscales se olvidó tener en cuenta los efectos derivados de la consolidación simultánea (BCE), o se aplicaron las mismas recetas a países con realidades muy distintas (el FMI de Olivier Blanchard), entre otras razones.
Las medidas de política económica aprobadas en los EEUU por el presidente Barak Obama, y la política monetaria y financiera instrumentada por la Reserva Federal, a pesar de los enormes obstáculos generados por la irreflexiva oposición de los republicanos, han evidenciado también la existencia de espacio alternativo al del “discurso único”.
Con todo la derecha sigue defendiendo sin respaldo alguno la inexistente “austeridad expansiva” y aplicando allí donde puede un esquema que está retrasando el crecimiento, aumentado las desigualdades y rompiendo el pacto social, la base de nuestra sociedad fundamentada en el principio de igualdad.
La reciente publicación del libro de Thomas Piketty, Capital en el siglo XXI, que por su profundidad exige una lectura y análisis rigurosos, marcará un antes y un después. Piketty no sólo demuestra la imparable tendencia que propicia nuestro sistema actual hacia la concentración de riqueza y capital en las manos de unos pocos, sino que respalda una ruta clara de política económica para evitarlo. Aunque se ha escrito mucho sobre ello recomiendo recurrir al original para evitar falsas interpretaciones como suele ocurrir con éste y otros libros. Su trabajo enlaza con las mejores aportaciones a la teoría del crecimiento y de los ciclos, como Robert Solow y otros, y a la relación entre ahorro y crecimiento, mostrando que mientras que el rendimiento del capital sea mayor (r) que el crecimiento económico (g) como ocurre históricamente, la proporción de renta captada por el capital crecerá ilimitadamente haciendo que los ricos lo sean cada vez más. Sus propuestas han sido objeto de duros ataques desde la derecha económica, que reconocen el valor de su estudio “histórico” pero le niegan cualquier capacidad predictiva sobre el futuro. Era previsible porque desde una perspectiva política, este trabajo refuerza claramente la necesidad de gravar fiscalmente con contundencia el capital o riqueza –tanto en sus rendimientos como en su transmisión (sucesiones y donaciones en España)-, así como en la necesidad de combatir a escala global y no digamos europea la evasión fiscal y los paraísos fiscales, verdaderos cobijos y motores de la desigualdad en nuestra sociedad. Como Luis Garicano ha apuntado este trabajo también desvela el enorme riesgo que existe de que los ricos compren nuestra democracia desvirtualizando su naturaleza. Sus éxitos creando marcos de referencia ideológicos, desregulación, austeridad, es prueba de ello. La protección de las empresas familiares frente a la ausencia de incentivos para los emprendedores puede ser otro ejemplo.
Jason Furman, presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca, argumentaba hace unas semanas en Amsterdam en el encuentro anual Progressive Governance, que el aumento de la desigualdad es un hecho estadísticamente innegable. Ello se debe a la caída continua del crecimiento de la productividad desde los años cincuenta. Aunque en EE.UU. creció durante la década de los noventa, gracias a la generalización de las nuevas tecnologías, ello sin embargo no se tradujo en aumentos del salario/hora, razón por la que la mediana de renta familiar siguió cayendo. Así que ni siquiera el aumento de la productividad es una garantía de mejora. Sobre Piketty, Furman cree que la vía para asegurar la reducción de la desigualdad es aumentar la renta en la parte baja y media de su distribución. También, Furman sugiere que no sólo se debe gravar la riqueza para reducir r, sino hacer todo lo posible para aumentar g propiciando el aumento del empleo, estableciendo salarios mínimos, incentivando la inversión privada y aumentando la pública, impulsando la I+D+i, y reforzando los mecanismos redistributivos de mayor retorno como las políticas educativas y de apoyo a la infancia, las de igualdad de género, o la influencia de los sindicatos.
Desde la izquierda debemos tener en cuenta también las ideas de Tim Jackson recogidas en su trabajo “prosperidad sin crecimiento” sobre el dilema del crecimiento. Jackson sostiene que el crecimiento económico registrado en las últimas décadas es insostenible, tanto porque vivimos en un planeta finito como por el modelo económico dominante. No sólo por razones ecológicas o de sostenibilidad, por tanto, sino porque lo que él denomina economía del colapso, esto es, la búsqueda desenfrenada del aumento de la productividad del trabajo, que si se alcanza provoca efectos sobre todas las demás variables, -nivel de empleo, recaudación fiscal, gasto público…-, terminan generando indefectiblemente consecuencias como la deslocalización, la competición “a la baja” o el aumento de la desigualdad. Para combatir esa desigualdad Jackson propone referirse a la idea de prosperidad mejor que a la de crecimiento, orientar la actividad económica hacia los sectores que no implican acumulación material como los servicios sociales, y transformar la naturaleza del sistema bancario, financiero, y monetario por el que se genera el dinero –origen de la inestabilidad de nuestro sistema como ya avisó John Maynard Keynes-.
De modo que cada vez contamos con más evidencia empírica y trabajos teóricos de calado que refuerzan nuestros planteamientos. Desde que Joseph Stiglitz alertase en 1998 de las consecuencias económicas de la desigualdad en un trabajo que mantiene toda su vigencia, hoy incluso el FMI argumenta que la desigualdad lastra el crecimiento (Redistribución, desigualdad y crecimiento, FMI 2014).
Mientras, el aumento de la desigualdad se está generalizando. Durante 2014 Policy Network ha abierto un debate y análisis sobre los llamados “nuevos inseguros” ante la evidencia de la tendencia a la baja en la remuneración de profesiones que exigen niveles de formación altos y que hasta ahora se habían mantenido estables. Los nuevos inseguros son científicos, ingenieros, profesionales liberales, profesores y empleados del sector público, amenazados por los copagos, el alza del coste de la vida y la competencia a sus trabajos desde el exterior de nuestras fronteras gracias a las nuevas tecnologías, que temen que sus hijos vivirán peor que ellos. Colectivos que se suman a los ya amenazados por el desempleo y la precariedad o la inacabada batalla por la igualdad de género, a los pensionistas, y a las inmensas bolsas de excluidos que viven bajo el umbral de la pobreza.
La dimensión política y democrática de la desigualdad actual es también una preocupación de Jacob Hacker, el profesor de Yale que en 2011 acuñó el concepto de pre-distribución que propone reformar los mercados para que generen una distribución inicial de la renta más equitativa antes de pagar impuestos, y antes de ser objeto de políticas redistributivas –pre-distributivamente-.
Todo este bagaje intelectual refuerza la capacidad de la izquierda para construir una alternativa clara al modelo de desigualdad que desea la derecha, una alternativa rigurosa en la que caben todas las sensibilidades genuinamente progresistas, y también todos los enfoques coherentes con los respectivos recorridos académicos, políticos y vitales de los socialistas. Como apunta Vicenç Navarro en sus comentarios en Sistema Digital sobre mi recientemente libro publicado Ser hoy de izquierdas (Deusto, 2014), con los que coincido seguro que más de lo que él pueda imaginar, “hoy la concentración del capital ha alcanzado tales niveles que hay grandes posibilidades de alianzas políticas entre las distintas clases sociales”, buscando “puntos en común y, entre ellos está la universalización de los derechos sociales, laborales y políticos a costa de la redistribución basada en la necesaria y urgente reducción de las rentas del capital, e incluso su socialización, por el mundo del trabajo. Intervención que puede o no ser estatal, pero debiera ser pública, es decir, de formas de control democrático de lo que se llamaba y continúan siendo los medios de producción y distribución”. Lo cual no deja de ser una interpretación desde una perspectiva clásica de la izquierda de los retos a los que ahora podemos enfrentarnos con razonables garantías de éxito. Un reto que exige, con todo, inmensas dosis de coraje para concretar una alternativa de izquierdas a la desigualdad para el siglo XXI.
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