Por David de Ugarte – Biblioteca de las Indias
De la revolución a la segregación
Del universalismo al comunitarismo
La Internet que tanto quisimos, la gran fiesta de la promesa, del mito del capitalismo que viene y la globalización no puede dejarse de lado simplemente porque haya desaparecido como el futuro. A fin de cuentas todo futuro con artículo definido delante murió también en estos años o anda enfangado en la mugre de la descomposición. Como Foucault comentó respecto al mayo francés, más bien deberíamos valorar que
Es capital que decenas de millares de personas hayan ejercido un poder que no ha adoptado la forma de organización jerárquica.
Y centrarnos en pensar futuros particulares, futuros para alguien con nombre y apellidos, futuros para comunidades reales y no para grandes sujetos imaginados, que como héroes homéricos, forjarían la Historia a partir de sus vocaciones y destinos.
No es algo evidente ni socialmente fácil de aceptar. Típicamente cuando los indianos debatimos con algunos amigos surge una diferencia de perspectivas. Una diferencia que a las finales podría resumirse como la diferencia entre pensar desde lo universal y pensar desde nuestra comunidad real.
Muchos amigos piensan que nuestros aportes quedan cojos por ello, que son poco generalizables, que nuestros resultados son útiles poco más allá de nuestro entorno. Nosotros lo vemos desde un punto de vista diferente: ¿Por qué pensar desde los supuestos intereses de unas abstracciones que no existen por sí mismas y que en todo caso no representan a las personas a quienes queremos y que nos importan? ¿Para qué? Sin embargo, es la forma en que se nos enseña a pensar desde niños. Pensar desde el lugar de Dios, que es el del estado nacional; pensar por todos.
Es obvio que esta mirada universalista estaba profundamente arraigada en el pensamiento y la teología cristianas. Las leyes morales se justifican y fundamentan sobre la universalidad de la Creación. A las finales, todos somos iguales en la Ley de Dios. Sin embargo, el mundo medieval es un mundo estamental, donde la gente define su identidad desde la comunidad real y donde la teología católica imperante, la escolástica, se hace famosa por su casuística.El universalismo como lo conocemos hoy tiene otro origen.
Nos cuenta Foucault como, en el siglo XVIII, con la emergencia del absolutismo que prefigura al estado nacional, surge un nuevo tipo de racionalidad, una nueva forma de pensar lo social. Lo que Foucault llama el nacimiento de la biopolítica no es sino el comienzo de una nueva mirada -la razón de estado- que convierte en objetos colectivos a conjuntos de personas con una serie de características comunes. Pero objetivar es también cosificar, convertir grupos de personas en cosas, en abstracciones.
Las clases aparecen por primera vez como objetos de la atención del estado -en vez de los estamentos feudales- en el Tableau Economique de Quesnay. Pronto serán objetivados también los connacionales y los extranjeros, que ya no serán esos iguales imaginados a partir de la lengua escrita y el mapa, sino un objeto social descrito por la Estadística -este nuevo saber sobre los datos que en su mismo nombre recuerda el carácter exclusivo, casi siempre secreto, que el estado le otorga en un principio.
Estadística, Economía, Sociología, Historia, Criminología y, finalmente, Psicología serán las primeras concreciones de los saberes propios generados desde los nuevos poderes asumidos por el estado, que precisa de abstracciones estadísticas para totalizar y fortalecer su dominio interno y externo.
En Economía será La riqueza de las naciones la que empiece a marcar, ya en su mismo título, la distinción entre las preocupaciones del absolutismo intervencionista y el estado nacional liberal. La Historia, con las nuevas formas científicas que siguen a la revolución francesa, empezará después a conquistar el pasado para la nación hasta demostrar su carácter natural, intemporal y, por tanto, cohesionador en una era de terremotos sociales. Una naturalidad que se funde con la idea smithiana de la mano invisible y la lógica del laissez faire del primer liberalismo. A su zaga, la Sociología alcanzará con el positivismo la forma «completa» de un saber basado en la experiencia de un poder que ensaya ya la escolarización general y hace sus pinitos en el sufragio universal.
A lo largo del prodigioso siglo XIX, las ciencias sociales diseñarán los relatos y construirán los sistemas de análisis que el estado nacional requiere para pensar la nación. Es un periodo histórico en el que de imaginarse, de defenderse como proyecto, la nación pasa a ejecutarse, a convertirse en el sistema operativo de la vida social para todos y en cada lugar, a través de un nuevo estado al que el hegelianismo ya había sabido ver como materialización de la comunidad imaginada. Y los jóvenes hegelianos serán el alma de la revolución paneuropea de 1848, la primavera de los pueblos que definiría las naciones canónicas del continente.
La idea de la nación configuradora, que constituye como nacionales a cada uno de nosotros, se hará poco a poco tan hegemónica que cuando en el siglo XX Joyce repudie el nacionalismo con su famosa frase sobre Irlanda15, no podrá sino ser tachado de filobritánico o su afirmación disculpada como boutade poética.
Durante el mismo siglo XIX, pero sobre todo durante el XX, las herramientas de objetivación del estado nacional, sus saberes científicos, darían definitivamente la vuelta a sus objetos y los convertirán en identidades delegadas, en nuevos sujetos (imaginados) colectivos, definidos dentro de la nación e igualmente constituyentes de cada uno de nosotros: tendremos entonces no sólo que pensar como connacionales amantes de la patria eterna, sino además como hombres o mujeres, como trabajadores o profesionales, como miembros de una raza, como minusválidos o como miembros de subgrupos de cualquier tipo, imaginados y echados a andar para mejor gestión del estado. Porque estas nuevas comunidades imaginadas también nos reclaman una lealtad que a las finales hay que materializar en organismos especializados de la maquinaria sociopolítica (sindicatos, asociaciones, etc.). El objeto social (clase, raza, sexo..) pasa poco a poco de atributo del connacional imaginado a hilo de una urdimbre que presuntamente nos personalizaría, dentro siempre de la identidad nacional constituyente.
El sistema educativo y mediático estirará y ejercitará, desde la infancia, a cada uno en este universalismo fractal y nacionalista. Cada individuo pensará en los términos de los objetos sociales del poder y se identificará sobre ellos hasta el paroxismo. La razón de estado, razón al fin del estado nacional, podrá entonces confundirse con la razón democrática y sólo ella será socialmente razonable.
Sólo la experiencia de un nuevo tipo de socialización empieza a generar la experiencia de un nuevo poder personal y comunitario transnacional, que a su vez impulsa un nuevo tipo de saberes que repudia la identidad imaginada desde los viejos objetos sociales nacidos de la matriz absolutista del XVIII.
Las comunidades reales nacidas de los años de la promesa se afirman por encima de todos los objetos sociales queridos del estado porque no los necesitan. Cuando una comunidad se torna independiente económicamente, cuando se hace filé, el poder es la comunidad misma, no el poder sobre la comunidad.
En otras palabras, las comunidades reales piensan desde un nosotros no abstracto que significa caras, recuerdos, nombres y apellidos reales, cuando pueden explicar su economía desde su propia práctica colectiva de mercado. No necesitan recurrir a abstracciones para imaginar quiénes son contándose cómo sobreviven. Los sujetos imaginados del estado postmoderno (género, juventud, etc.) no son sino nuevos dioses celosos que pretenden ser nuestros progenitores. No los necesitamos. Ni siquiera necesitamos esa abstracción conocida como Humanidad. Esa es la sencilla verdad.
El pensar en todos, el ponerse en lugar del Dios omnisciente como condición de autonomía -verdadera esencia de la Modernidad- no es, hoy por hoy, sino un callejón sin salida. No puede ser una condición para construir o juzgar futuros. Hoy todo universalismo juega en el equipo de la descomposición porque afianza la imposibilidad de romper el impasse. De nuevo Foucault:
Hablar de un «conjunto de la sociedad» fuera de la única forma que conocemos, es soñar a partir de los elementos de la víspera. Se cree fácilmente que pedir a las experiencias, a las estrategias, a las acciones, a los proyectos tener en cuenta el «conjunto de la sociedad» es pedirles lo mínimo. El mínimo requerido para existir. Pienso por el contrario que es pedirles lo máximo; que es imponerles incluso una condición imposible: puesto que «el conjunto de la sociedad» funciona precisamente de manera y para que no puedan ni tener lugar, ni triunfar, ni perpetuarse. «El conjunto de la sociedad» es aquello que no hay que tener en cuenta a no ser como objetivo a destruir. Después, es necesario confiar en que no existirá nada que se parezca al conjunto de la sociedad.
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