Por David de Ugarte – Biblioteca de las Indias
Las fuerzas en contra
El futuro está enfermo
Una parte esencial de la promesa del capitalismo que iba a venir era que el paso de una sociedad de economía y comunicación descentralizada -el mundo de las naciones- a un mundo de redes distribuidas, hijo de Internet y la globalización, erosionaría para siempre la identidad definida en términos nacionales13.
La experiencia social de la Internet distribuida había hecho aparecer nuevas identidades y nuevos valores desde los 90. No parecía ilusorio que a largo plazo acabaran superando y subsumiendo a la visión nacional y estatalista del mundo.
La identidad nace de la necesidad de materializar, o cuando menos imaginar, la comunidad en la que se desarrolla y produce nuestra vida. La nación apareció y se extendió precisamente porque las viejas identidades colectivas locales ligadas a la religión y a la producción agraria y artesanal ya no representaban de modo satisfactorio a la red social articulada sobre el mercado que producía el grueso de la actividad económica, social y política que determinaba el entorno de las personas.
A mediados de la última década para un número creciente de personas, el mercado nacional cada vez expresaba menos el conjunto de relaciones sociales que daban forma a su cotidianidad. Ni los productos que consumían eran nacionales, ni lo eran los contextos de las noticias que leían, ni -producto de la lógica transnacional de la blogsfera- lo eran la mayoría de aquellos con los que las discutían y cuya opinión les interesaba.
La identidad nacional se estaba quedando muy pequeña y muy grande al mismo tiempo: se estaba volviendo ajena. No pocos historiadores, politólogos y sociólogos predecían e incluso abogaban por una privatización de la identidad nacional. Un proceso que habría de tener similitudes con el paso de la religión al ámbito de lo personal y privado que caracterizó el ascenso del estado nacional. Pero la cuestión es que esa privatización, esa superación, sólo puede darse desde un conjunto de identidades colectivas alternativas.
Lo realmente interesante era, sigue siendo, que las comunidades y redes virtuales identitarias que apuntaban posibilidades de construirlas no sólo se definían por ser transnacionales, sino que manifestaban una naturaleza muy distinta a la de las grandes comunidades imaginadas de la Modernidad, como la propia nación, la raza o la clase histórica del marxismo. Eran, son, comunidades reales: sus miembros se conocen uno a uno incluso aunque no se hayan encontrado físicamente jamás.
En un momento de lo que parece un ciclo vital, algunas de estas comunidades deliberativas empiezan a desarrollar identidades fuertes. Sus miembros sueñan con trasladar el conjunto de su vida a ese entorno de libertad y abundancia. Es el sionismo digital, un momento inestable en la definición comunitaria que adolece de la falta de una economía propia pero que está en el origen de muchos de los nuevos movimientos transnacionales y de nuevas formas comunitarias empoderadas económicamente: las filés14.
Sin embargo, lo que nos dice la experiencia social es que el efecto cultural que ha tenido la bajada de escalón en los modos de relación del modelo blogs y comentarios al de los libros de caras como Facebook ha conllevado, en términos generales, la generación de una mayor cultura de la adhesión a costa de una menor lógica de interacción. También, y parece una consecuencia lógica, muchísimos menos discursos sionistas digitales y un verdadero parón en la aparición de núcleos de filés.
Estas experiencias, con independencia de sus límites y posibles críticas, representan la tensión de comunidades que, desde identidades más o menos sintéticas, comenzaban a transcender la lógica conversacional de la blogosfera y buscaban ir más allá en una lógica transnacional. Este retroceso es, además, significativamente síncrono y coherente con la constatable renacionalización de las conversaciones en las blogosferas que se observa desde 2008. El modelo de socialización bajo Facebook y Twitter ha tenido un fuerte impacto sobre la cultura de la red que va más allá de los peligros generales de re centralizar la comunicación: renacionalizar las conversaciones y limitar seriamente la aparición de nuevas identidades y modelos sociales.
Pero, ¿qué ha pasado con lo que ya había? Por un lado tenemos todas esas islas en la red que nacieron en el marco de la promesa de un mundo distribuido. Muchas son comunidades y movimientos ya consolidados; los estudiaremos en la tercera parte de este libro. De momento sólo remarcaremos una idea: las comunidades reales construyen un futuro para ellas, las identidades imaginadas creen en el futuro, un porvenir igual, reluciente o catastrófico, para todos.
Por otro lado tampoco hay que desdeñar el impacto de la emergencia de las redes distribuidas y la globalización en los viejos movimientos sociales de valores universalistas basados en estructuras nacionales. El eslogan con el que abríamos este libro -«bajo toda arquitectura informacional se esconde una estructura de poder»- todavía tiene una lectura más.
Las organizaciones y las ideologías mutan al cambiar las herramientas a través de las cuales se representan y organizan. El modo de organización de una red es su forma de reproducir un cierto modelo de poder. Los movimientos que surgen a partir de los 90, desde los antiglobis de Seattle o Porto Alegre al Tea Party son algo «diferente» de sus directos antecesores de la izquierda o la derecha de la guerra fría, cuyos modos y cosmovisión siguen configurando las grandes organizaciones políticas de referencia.
Pero la evidencia de la descomposición implica que los discursos que hacen suya la lógica de un mundo distribuido no se han tornado hegemónicos y, por tanto, su representación social no ha salido del marco del sistema de un poder para el que son un cuerpo extraño, aunque no por ello deja de darles forma.
En general, cada sujeto, discurso o comunidad que surge en un periodo de cambio de las estructuras de comunicación, representando nuevas formas de poder, tiene un doble antagonismo latente: con su pasado (o mejor dicho, con los sujetos del viejo mundo que les dieron origen) y con su futuro (los antagonistas que están definidos en un «lenguaje de poder» similar).
A partir de ahí comienza la promiscuidad y el baile de alianzas, la búsqueda del «mal menor» y la adopción de programas en los que la representación niega el significado.
¿Qué sería lo particular de los sujetos que están apareciendo ligados a la descomposición? En realidad un tanto de descomposición es inevitable en toda bisagra histórica. Pero la cuestión es que ahora no es un producto, una fricción irremediable dentro de un afianzamiento progresivo de una nueva forma de poder. Ahora la descomposición es el fenómeno dominante, el marco global que da forma y límites a sus componentes. Por eso el relato épico clásico (un sujeto colectivo que enfrenta antagonistas y funda una nueva sociedad) se torna imposible. Descomposición es descomposición también, y sobre todo, de los sujetos con los que se componía la narración histórica: las clases, las naciones, los grupos de interés, el marco de mercado… con ellos muere ese futuro que se pretendía el futuro y que es precisamente aquel por el que los universalistas se afanan.
Ese futuro universal es hoy un enfermo crónico en fase terminal. Nacido en el siglo XVIII, tuvo su crisis adolescente con el Romanticismo, su madurez con el progresismo decimonónico y su primera crisis grave con los genocidios cometidos por el estado alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Como ocurre con los viejos dictadores, su existencia se ha convertido en una convención inoperante que a duras penas puede ser considerada relevante por nadie. Hace ya mucho que el proyecto ilustrado que le mantenía en pie no le insufla vida alguna. La idea misma de postmodernidad podría entenderse como la consciencia del fin del proyecto ilustrado, como su último y trágico momento de lucidez.
Por supuesto, no falta quien intenta acudir al lecho del enfermo con ánimos y promesas de nueva juventud. Pero no, no es lo mismo. No es lo mismo la Wikipedia de Wales que la Enciclopedia de Diderot, del mismo modo que las guerras de los neocons no pueden compararse al terremoto social y político de las guerras napoleónicas.
El mundo del proyecto ilustrado, el mundo que tenía futuro porque se pensaba en términos universales se parece cada vez más al Ubik de Philip K. Dick: todo se descompone en él. Cuando Wales levantaba la última y modesta utopía ilustrada, la participación en el conocimiento universal, la realidad trajo adhesión, cuando los neocons levantaron la bandera de las guerras quirúrgicas e instantáneas llegaron las guerras de final autoproclamado.
Asumámoslo, el futuro universalista ya no está entre nosotros, ya no es real simplemente porque, como recordaba en su novela PK Dick, «realidad es aquello que, cuando dejamos de creer en ella, no desaparece» y el hecho es que el futuro ya no nos vale ni como hack para modificar el presente: dejamos de creer en él y desapareció. Por eso murió el Ciberpunk, por eso se secó su literatura: hasta para ser pesimista o crítico con el futuro hay que creer en él. El futuro es un personaje tan inverosímil en nuestro tiempo como Amadís de Gaula.
El diagnóstico es simple: no hay futuro universal sin categorías sociales universales. Categorías que nos son ya cotidianamente ajenas, que intuimos necesariamente totalitarias.
Desde las periferias ideológicas del viejo sistema, el vértigo se apodera del discurso. Antiglobis y Tea Party comparten aires decrecionistas y argumentos conspirativos. Unos y otros son conscientes de que las bases materiales de los futuros pasados no pueden generar otros nuevos. La palabra comunidad no se les cae de la boca. Aunque cuando la usen no quieran decir comunidad, sino cantón, condado, ciudad o parroquia, al modo de las Transition communities. El único futuro que pueden fantasear es el de un colapso económico, energético o ecológico. Expresan con ello que necesitan, para volver a poder tener futuro, un nuevo punto de partida que haga todo más pequeño. Cuesta creer en el estado nacional. En el mercado nunca creyeron. E incluso a los que alguna vez lo alabaron desde esas bandas ahora tampoco les sirve: no deja de tener gracia leer al padre de las reaganomics fantasear como serían los efectos terminales de la descomposición en EEUU para llegar a la moraleja de que nunca tendría que haber salido del pueblo.
La descomposición tiñe al universalismo de pesimismo cataclísmico y ansias religiosas más o menos inconfesables. No es sólo que el proyecto ilustrado se haya tornado una utopía reaccionaria, es que también supura descomposición por cada poro.
Y, frente a todo esto, la pequeña comunidad real, último atractor de orden, de cohesión social mínima. Definitivamente sin futuro, pero con una nueva promesa: no un único futuro para todos sino miríadas de ellos. We few, we happy few, we band of brothers…