El día 11 de enero a las 19:30 (hora española) en Zaragoza, David de Ugarte, socio del Grupo Cooperativo de las Indias, presentará su nuevo libro «Los futuros que vienen» que lleva por subtítulo: «la descomposición global y la importancia de la comunidad en el siglo XXI», David, ha cedido sus derechos al dominio público por lo que el libro puede ser reproducido, impreso y utilizado como referencia, siempre que se cite las fuentes originales.
En el sitio de la Sociedad cooperativa de las indias, sintetizan el libro así: «es un balance crítico de nuestras propias expectativas desde 1989, una expresión de la coherencia y continuidad de nuestro análisis y una síntesis ordenada pero abierta de todo lo aprendido en la construcción de la filé. Nos sitúa ante un mundo en descomposición con un Norte y una propuesta clara desde y para nuestro entorno real. Algo que los indianos sabemos mucho más valioso para la resiliencia de nuestra comunidad que ningún fondo que podamos constituir o tecnología que alcancemos a desarrollar».
La maquetación y el diseño de la edición en papel son obra de Beatriz Sanromán y Beto Compagnuci que también ceden su aportación al dominio público. Sin la orientación y crítica de Juan Urrutia, Natalia Fernández y María Rodríguez, socios del Grupo Cooperativo de las Indias, y la discusión y el trabajo cotidiano de toda la comunidad indiana, este libro nunca habría visto la luz.
Dada la importancia universal de los temas tratados en el libro creemos que es necesario colaborar con su publicación y difusión correspondiente. Dicho libro lo pueden encontrar completo o descargarlo en formato epub en: http://lasindias.org/los-futuros-que-vienen
Lo publicamos gracias a una gentil primicia que hace varios días, Davíd nos hiciera al correo del blog, ya que su presentación oficial será el 11 de enero en Zaragoza, tres días después en Universidad de Verano de Rancagua (Chile).
Los futuros que vienen.
Cap. 1 – El capitalismo que iba a venir
1.1 La promesa de la globalización
A finales de los 80 la relación entre libertad económica y libertades políticas parecía incuestionable. ¿Quién podía negar que en la perspectiva del Este europeo democracia, desarrollo y capitalismo iban de la mano? La masacre de Tiananmen lejos de negar el marco general parecía confirmarlo, los aires reformistas y las demandas democráticas, se decía, emergían de la naciente prosperidad que se palpaba ya en los polos experimentales de libre mercado.
Fuera del mundo comunista, las transiciones taiwanesa y coreana parecían reafirmar la idea: las libertades económicas y el libre comercio eran la puerta al desarrollo y la matriz de fuertes movimientos de reforma democrática que a su vez generaban marcos institucionales favorecedores de más capitalismo y más desarrollo. Democracia, desarrollo y capitalismo parecían tan inseparables como evidentes. Fukuyama lanzaba su libro El fin de la Historia [1] y la Era Clinton inauguraba el que se preveía como gran tema del nuevo siglo: la globalización.
El término comenzó a usarse masivamente en los años noventa. En aquella década, tras el derrumbe del bloque soviético y el desarrollo de las políticas reformistas de Deng Xiao Ping en China, las economías socialistas comienzan su integración en el mercado mundial. El proceso consiguiente reacelera las tendencias a la integración en el antiguo bloque occidental: en 1993 la Comunidad Europea alcanza la integración plena de mercado y se convierte en Unión Europea con el compromiso de mercado único consensuado con el Tratado de Maastricht, en 1994 se firma el acuerdo de libre comercio entre EEUU, México y Canadá, en 1995 se funda finalmente la OMC.
La emergencia de nuevas potencias que ahora, quince años después, estamos viendo es consecuencia directa de aquel acelerón del proceso de integración económica global.
Pero lo que a vista de pájaro parece una auténtica “Belle Epoque” también mostró los primeros síntomas de una descomposición sistémica. La misma caída del bloque soviético no puede ser relatada de otra forma. A pesar de las huelgas salvajes del movimiento obrero en Polonia en el 70, 76 y 81, a pesar de la resistencia no violenta de la intelectualidad checa e incluso de la guerra afgana, no fue la conformación de un nuevo sujeto político al estilo de los de la épica histórica del siglo XX lo que derribó al bloque socialista. De hecho no fue derribado de ninguna manera.
Simplemente se descompuso para sorpresa de todos. Tony Judt[2] describe muy bien la estupefacción de las propias élites opositoras, conscientes de vivir en un entorno donde la mayoría de la gente vivía en una especie de «zona gris», un lugar seguro, pero sofocante, en el que el entusiasmo había sido sustituido por el asentimiento. Era difícil justificar una resistencia activa y plagada de riesgos contra la autoridad, porque, una vez más, para la mayoría de la gente común, resultaba innecesaria. Lo más que cabía esperar eran «actos realistas, no heroicos». En líneas generales los intelectuales hablaban entre sí en lugar de dirigirse al conjunto de la comunidad.
Era la primera vez que un bloque económico y político se desmoronaba.
Es más, se descomponía desde su mismo centro, incapaz de mantener la economía y las relaciones sociales en marcha.
La URSS, cuya economía dirigida se orientaba a mantener la carrera armamentística con EEUU, venía dependiendo desde los años setenta del comercio de granos con sus enemigos teóricos para poder mantener su abastecimiento interno. El sistema -en teoría cerrado- era incapaz de sostenerse económicamente sin recurrir al comercio internacional, y la población, políticamente inane, simplemente no se creía ya los incentivos socialistas y se acomodaba discretamente en las grietas del sistema. «Ellos hacen que nos pagan y nosotros hacemos que trabajamos» solía bromearse.
Los ochenta es la época de los conseguidores, el mercado negro, las epidemias de alcoholismo y el absentismo laboral masivo.
Sin poder materializar el disenso en un sujeto político colectivo, la historiografía de hoy ha de contar el proceso como el fracaso de una tendencia de la élite del PCUS, la de Andropov y Gorbachev, cuyo modesto propósito reformista -revivificar la fe de la población en las instituciones y acomodar a la URSS y sus satélites europeos en el comercio global- se le habría ido de las manos. En realidad, las palancas del poder simplemente se deshicieron en sus manos. El golpe de 1991 escenificó bien tanto la impotencia del nuevo poder como la de sus sectores críticos. El hundimiento se mostraba en tiempo real ante las cámaras.
Pero ante los ojos del mundo el proceso aparecía como un producto de la inconsistencia de una utopía totalitaria fallida. No se enmarcaba en un fenómeno global. Era cosa de ellos, los del otro lado del telón de acero. Lo demás eran consecuencias más o menos directas como la llegada al poder de los muyahidines en Afganistán. Cierto que la primera guerra del Golfo debería haber abierto una cierta reflexión, pero el foco estaba en otro lado. Al caer el bloque soviético el bloque occidental dejaba de tener sentido, perdía irremediablemente cohesión ante la ausencia del enemigo histórico. En palabras del presidente Bush, llegaba el tiempo de un Nuevo Orden Mundial en el que los países exsocialistas conocerían un crecimiento sin precedentes similar al milagro económico europeo de postguerra.
Con todo no faltaban síntomas de descomposición entre las economías más débiles. Somalia y Rwanda fueron algo más que anécdotas o un producto del reacomodo de las antiguas zonas de influencia dentro del bloque norteamericano. La anexión de la República Democrática Alemana por la República Federal Alemana mostró lo difícil que podía llegar a ser «reeducar» a una población cuyos lazos sociales se habían visto seriamente afectados por la descomposición dentro de una sociedad de mercado por próspera que fuera. La llegada masiva de emigración rusa a Israel, con su secuela de crimen organizado de alto nivel pero sobre todo con su resistencia a la integración lingüística y cultural también contaba algo importante.
Pero, en la mirada de la época, no dejaban de ser fenómenos periféricos o costes heredados. El centro vivía en la excitación de la inminencia de una nueva juventud. Su contraseña era globalización.
Como ocurre en muchos casos históricos el manifiesto más claro y completo de la promesa de la globalización se publicó cuando las razones para dudar de que la tendencia pudiera llegar a imponerse estaban generalmente fundadas. Como es tan común en nuestra época, se trató de un ensayo “pulp”, un libro de tirada masiva traducido a decenas de lenguas y convertido rápidamente en icono. Como también es común en estos casos su título –The World is Flat [3]– no correspondía exactamente al contenido del libro que más que defender la idea de que la Tierra es ya plana -una metáfora para subrayar las potencialidades del comercio, la competencia y la colaboración transnacional- defendía que se estaba aplanando.
En el modelo de Friedman la emergencia de Internet y la cultura hacker por un lado, con la internacionalización de las empresas por otro, unidos ambos por la ruptura geográfica de las cadenas de valor, producirían una verdadera popularización del capitalismo, una auténtica e irrefrenable globalización de los pequeños que impulsaría un desarrollo generalizado al permitir competir en condiciones de igualdad a cualquiera en cualquier lado.
Los globalistas podían mostrar como la reducción de la pobreza en el mundo, continua desde el arranque del capitalismo industrial, se había acentuado drásticamente desde 1989, sobre todo cuando a finales de los noventa los cambios en Asia comenzaron a reflejarse en las estadísticas.
Los críticos señalaban que los niveles de desigualdad también se habían disparado.[4] El debate sobre la globalización (o para los antiglobalistas sobre el neoliberalismo) se enmarcaba así en unos moldes heredados de la batalla ideológica de la guerra fría, relativamente asumibles en la dialéctica derecha-izquierda en sus distintas variantes culturales.
Lo cierto es que por primera vez y por las mismas causas, emergía una nueva pequeña burguesía tanto en el centro como en la periferia que se conectaba más entre sí que con el entorno del poder económico establecido. De Shanghai a Berlín y de Nairobi a Sao Paulo pasando por San Francisco, pequeñas empresas comenzaban a disfrutar de un mundo con Internet, líneas aéreas de bajo coste y una parte importante del capital-conocimiento libre. Existir en el mundo se tornó en pocos años barato y accesible… no sólo para empresas convencionales, por supuesto, también para movimientos sociales, redes criminales y organizaciones terroristas[5]. La batalla de Seattle, el nacimiento de Al Qaeda y Alibaba.com no sólo tienen en común la fecha, año 1999, sino el sustrato de una estructura de comunicación distribuida transnacional y una base generacional nueva.
No en vano es también el momento álgido de la burbuja puntocom. Para los chicos listos de la nueva clase media emergente en la periferia y para los hijos de las generaciones desencantadas del mundo desarrollado, se trata en cualquier caso de una gran noticia: la capacidad de influencia que añoraban en casa se vislumbraba accesible a un paso, o mejor, a un click con el ratón. Basta con ampliar el campo de batalla. Algo que, en los noventa, la explosión del uso de Internet haría accesible para muchos.
[1] The end of History and the last man por Francis Fukuyama en Avon Books, 1992.
[2] Postwar: A History of Europe Since 1945 por Tony Judt en Penguin Books, 2006.
[3] The World Is Flat: A Brief History of the Twenty-First Century por Thomas Friedman en Farrar, Straus and Giroux, 2005.
[4] On Analyzing the World Distribution of Income por Anthony B. Atkinson y Andrea Brandolini en World Bank Economic Review, 2010.
[5] Guerras posmodernas, Jesús Pérez Triana en Ediciones El Cobre, 2010.
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