Andrés Hoyos
Tengo varios amigos economistas y, aparte del respeto que me inspiran, solía tenerles envidia. Hoy ya no estoy seguro de que quisiera estar en los zapatos de la mayoría de ellos.
La devaluación de mi envidia proviene de que en tiempos recientes la disciplina ha sufrido, con escaso lapso entre uno y otro, tres fuertes golpes que afectan otros tantos pilares de su prestigio. El primer golpe lo dio China, un país que violando la mayor parte de los principios que la ortodoxia (generalizo para saltarme una digresión) había establecido como inviolables logró tasas de crecimiento casi absurdas durante treinta años. No, los grandes gurús no podían explicarlo y pronosticaron sucesivas debacles que nunca llegaron. El segundo golpe lo dio la Gran Recesión de diciembre de 2007, una crisis no ya en China, sino en los países desarrollados, que prácticamente ninguno de esos mismos gurús previó o incluso consideró posible. El tercer golpe fue la reciente publicación en inglés del libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, que reabrió por ahí la mitad de las discusiones que la ortodoxia consideraba cerradas, reviviendo la noción de “economía política”, cuyo largo entierro había sido meticulosamente celebrado, sobre todo en Estados Unidos, junto al del cadáver de Marx, que era lo primero que querían enterrar.
Ahora resulta que la economía no es la ciencia casi exacta de la que muchos se jactaban, sino una ciencia social, es decir, una disciplina rigurosa aunque inexacta e impredecible por naturaleza. Lo obvio, antes olvidado, ahora vuelve a ser obvio: no existe ninguna decisión económica de peso que sea exclusivamente técnica o que se vuelva tautológica a causa de unas fórmulas matemáticas brillantes; hay decisiones más o menos afortunadas, más o menos útiles, mejor o peor calculadas, pero todas las de importancia en últimas tienen un componente político que las inscribe en el flujo de la historia.
Ojo que lo anterior no significa que la heterodoxia, ni siquiera la muy sólida de Piketty, ofrezca fórmulas infalibles. Lo que sí quiere decir es que los argumentos de autoridad se debilitaron. Un ejemplo, entre cientos, puede ser: las reservas internacionales de un país como Colombia se invierten en bonos del tesoro americanos, los cuales rinden algo más del uno por ciento anual, mientras que los endowments de Harvard, Yale y Princeton han rendido, con todo y Gran Recesión, 10,2% en promedio y tras descontar la inflación a lo largo de treinta y tantos años. ¿Es obligatorio por razones técnicas tratar las reservas del país como se han venido tratando? No. ¿Hay que invertirlas como los fondos de Harvard? Tampoco. ¿Hay que repensar ese y muchos otros problemas? Desde luego.
Quisiera explicarme mejor diciendo que tengo amplia envidia disponible para aquellos economistas que empiecen a dudar en serio de la ortodoxia, sin por ello pasarse a la contraria. Toda ortodoxia es una heterodoxia que un día se aburrió de pensar. La duda, como ya lo sabía Sócrates, conforma junto con la curiosidad el más potente motor del pensamiento. Porque así como algunos andarán de luto mesándose los cabellos ante las “locuras” que se pueden empezar a cometer en política pública y pasan horas tratando de detectar algún error menor en las cuentas de Piketty, otros dicen: abanicos a la porra, que llegaron las brisas. Levantada la veda de la innovación teórica y práctica, lo que hay es tema.
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