Cuando los criminales decidieron el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, golpeados por la contundencia de su santa palabra, abatidos por el efecto que ejercía su mensaje pastoral de paz en las filas del ejército salvadoreño, creyeron que apagando la luz de su vida se apagaría la fuerza de su voz, creyeron que lo podrían matar para callar su mensaje.
Con precisión militar el cuadro de asesinos llegó a la iglesia del Hospital Divina Providencia donde monseñor Romero estaba celebrando una misa, montaron su operativo y en plena celebración eucarística le asestaron certeros y mortales disparos que dieron fin a su vida terrenal y dieron inicio a su inmortalidad y santidad.
Su voz no fue callada, su mensaje perdura mientras sus asesinos tanto intelectuales como materiales se pudren cada vez más en el olvido, uno de los principales instigadores de su muerte el ex militar Roberto D’abuisson Arrieta, es reconocido mundialmente como el asesino de Monseñor Romero, mote que no se quitará nunca y que arrastrará su apellido por los años venideros, mientras el de monseñor alcanza la santidad oficial en el vaticano.
Este día transcurre un año más de conmemoración mundial por el martirio de un hombre que fue justo y recto en sus pensamientos y acciones, un año más en que recordamos su legado y en que olvidamos un poco más a los criminales que lo quisieron matar, inútilmente.,
Monseñor Romero ha resucitado y vive en el pueblo salvadoreño y en toda la gente de bien.