El Retorno de los Brujos de Louis Pauwels y Jacques Bergier:
Griffin, el hombre invisible de Wells, decía:
«Los hombres, incluso los cultos, no se dan cuenta de los poderes ocultos en los libros de ciencia. En estos volúmenes hay maravillas, hay milagros.»
Ahora sí que se dan cuenta, y los hombres de la calle más que los letrados, siempre retrasados en las revoluciones. Hay milagros, hay maravillas, y hay cosas espantosas. Los poderes de la ciencia, después de Wells, se han extendido más allá del planeta y amenazan la vida de éste. Ha nacido una nueva generación de sabios. Son gentes que tienen conciencia de ser, no buscadores desinteresados y espectadores puros, sino empleando la bella expresión de Teilhard de Chardin, «obreros de la Tierra». Solidarios del destino de la Humanidad y, en notable proporción, responsables de este destino.
Joliot Curie lanza botellas de gasolina contra los carros alemanes en los combates para la liberación de París. Norbert Wiener, el cibernético, apostrofa a los hombres políticos: «¡Os hemos dado un depósito infinito de poder y habéis hecho Bergen Belsen e Hiroshima!»
Son sabios de un nuevo estilo, cuya aventura está ligada a la del mundo. Son los herederos directos de los investigadores del primer cuarto de nuestro siglo: los Curie, Langevin, Perrin, Planck, Einstein, etc.
Aún no se ha dicho bastante que, durante aquellos años, la llama del genio se elevó a alturas jamás alcanzadas desde el milagro griego. Estos maestros libraron batallas contra la inercia del espíritu humano. Y habían sido violentos en sus combates. «La verdad no triunfa jamás, pero sus adversarios acaban por morir», decía Planck. Y Einstein: «No creo en la educación. Tú mismo debes ser tu único modelo, aunque este modelo sea espantoso.» Pero no eran conflictos al nivel de la Tierra, de la Historia, de la acción inmediata). Se sentían responsables únicamente ante la Verdad. Sin embargo, la política los alcanzó. El hijo de Planck fue asesinado por la Gestapo. Einstein fue desterrado. La actual generación percibe por todos lados, en todas las circunstancias, que el sabio está ligado al mundo. Él detenta la casi totalidad del saber útil. Pronto detentará la casi totalidad del poder. Es el personaje clave de la aventura a que se ha lanzado la Humanidad. Cercado por los políticos, observado por la Policía, y los servicios de información, vigilado por los militares, tiene iguales probabilidades de encontrarse al final de su camino con el Premio Nobel o ante el pelotón de ejecución.
«El investigador ha debido reconocer que, lo mismo que todo ser humano, es a un tiempo espectador y actor en el gran drama de la existencia.»
Al mismo tiempo, sus trabajos le hacen ver la irrisión de los particularismos, le elevan a un nivel de conciencia planetario, si no cósmico. Pero hay un malentendido. Entre lo que él mismo arriesga y los riesgos que se corren al mundo, sólo un despreciable cobarde podría vacilar. Kurchatof rompe la consigna del silencio y revela cuanto sabe a los físicos ingleses de Harwell. Pontecorvo huye a Rusia para proseguir su obra. Oppenheimer choca con su Gobierno. Los atomistas americanos se colocan frente al Ejército y publican su extraordinario Boletín: la cubierta representa un reloj cuyas saetas avanzan hacia la medianoche cada vez que un experimento o un descubrimiento peligroso caen en manos de los militares.
«He aquí mi predicción para el porvenir -escribe el biólogo inglés J. B. S. Haldane-: ¡Lo que no ha sido, será! ¡Y nadie puede librarse!»
La materia libera su energía y se abre la ruta de los planetas. Tales acontecimientos parecen no tener paralelo en la Historia. «Vivimos en un momento en que la Historia contiene el aliento, en que el presente se desprende del pasado como el iceberg rompe sus lazos con el cantil de hielo y se lanza al océano sin límites.»
Si el presente se desliga del pasado, se trata de una ruptura, no con todos los pasados, no con el pasado que llegó a la madurez, sino con el pasado nacido últimamente, es decir, con lo que llamamos «la civilización moderna». Esta civilización, salida del hervidero de ideas de la Europa occidental del siglo XVIII, desarrollada en el XIX y que ha dado sus frutos al mundo entero durante la primera mitad del xx, está en camino de alejarse de nosotros. Lo sentimos a cada instante. Estamos en el momento de la ruptura. Nos situamos, ora como modernos atrasados, ora como contemporáneos del futuro. Nuestra conciencia y nuestra inteligencia nos dicen que no es lo mismo en absoluto.
Las ideas que sirvieron de fundamento a esta civilización moderna están gastadas. En este período de ruptura, o más bien de transmutación, no debemos asombrarnos demasiado si el papel de la ciencia y la misión del sabio experimentan cambios profundos. ¿Cuáles son estos cambios? Una visión que arranca de un pasado lejano nos permitiría alumbrar el porvenir. O, precisando más, puede refrescarnos la vista para buscar un nuevo punto de partida.