En las notas íntimas del obispo salvadoreño declarado mártir por el Papa, se encuentra el verdadero sentido de su muerte
Por Alver Metalli
7 febrero 2015
Enviado por BetotroniK
Salvadoreños frente a la Catedral Metropolitana, el 30 de marzo de 1980, durante el funeral de monseñor Romero. Foto Harry Mattison
Por Stefania Falasca
La muerte de Romero ha sido extensamente interpretada según las palabras que publicó póstumamente un periodista guatemalteco: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Así se repitieron en forma retórica durante años. ¿Pero son palabras de Romero? ¿Realmente fueron pronunciadas por el arzobispo asesinado en El Salvador cuya beatificación es inminente? Sus amigos más íntimos lo ponían en duda. El historiador Roberto Morozzo della Rocca –biógrafo del obispo salvadoreño y encargado de redactar la Positio super martyrio para la causa de canonización- no tiene dudas al respecto: son apócrifas. “En la Positio” afirma Morozzo “se discutió lo suficiente. (Solo) están en el corazón de un mito ideológico de Romero profeta y mesías de la gente con un fondo político”.
El verdadero Romero no fue un agitador subversivo, inspirado en la teoría marxista. Romero no pagó con su vida por su participación política en un contexto de guerra civil, sino por una opción totalmente evangélica. Incluso sus pronunciamientos más extremos, cuando desde el púlpito daba nombre y apellido de los que oprimían y masacraban al pueblo, nacían de su predilección por los pobres y los débiles, que es un elemento irrenunciable de la Tradición de la Iglesia, esa con la T mayúscula. El reconocimiento de su martirio por odio a la fe decretado por el Papa, por otra parte, ha despejado todos los prejuicios de orden político sobre la naturaleza de sus acciones que se alimentaron durante décadas. Y se puede decir que, en este sentido, ha cerrado definitivamente una época que se prolongó muchos años, incluso dentro de la Iglesia. Romero fue un verdadero pastor que dio la vida por su rebaño y padeció la muerte por ser coherente con la fe que vivía, con la doctrina y con el magisterio de la Iglesia, y su disponibilidad para entregar la vida se consumó en el altar de la mesa eucarística.
“Al igual que otros sacerdotes en la América Latina de aquellos años, fue víctima de un sistema oligárquico formado por personas que se profesaban católicas y veían en él un enemigo del orden social occidental y de lo que ya Pio XI, en la Quadragésimo anno, llama ‘dictadura económica’”, afimó monseñor Vincenzo Paglia, postulador de la causa de Romero. Vale decir que en beneficio de intereses político-económicos se pretendió hacer creer que la defensa concreta de los pobres era fruto de una teología herética y de doctrinas comunistas. Y con ese argumento se oprimieron pueblos enteros y en aquellos años muchos hombres de Iglesia fueron perseguidos hasta el martirio.
Para comprender el sentido de la muerte de Romero, por lo tanto, hay que remontarse a la persecución contra la Iglesia en el contexto histórico salvadoreño. En aquel momento ni siquiera afirmar que hubiera una persecución se podía dar por descontado. Basta leer lo que escribía monseñor Álvarez Ramírez, obispo de San Miguel con contactos en el Vaticano, en el periódico de su diócesis: “No existe una Iglesia perseguida. Solo hay algunos hijos de la Iglesia que, deseando servirla, han perdido el camino y se han colocado fuera de la ley”. Pero la persecución estaba a la orden del día.
En el momento de la elección de Romero como arzobispo de San Salvador asesinaron seis sacerdotes y otros muchos habían sido atacados, amenazados y expulsados. Cientos de catequistas habían sido torturados y asesinados, sobre todo en las zonas rurales. En algunas parroquias era peligroso asistir a misa. Muchas personas eran arrestadas y desaparecían si los militares encontraban una Biblia cuando entraban a las casas. ¿Por qué esta persecución? “La Iglesia, coherente con la doctrina social, el Concilio Vaticano II, los documentos del magisterio pontificio, de Medellín y Puebla, se preocupaba por los pobres, que en El Salvador eran una masa de gente sin trabajo o subocupada”, explica Morozzo della Rocca. La economía se regía en base a los cultivos de exportación más rentables, en manos de la oligarquía, pero el café, el algodón y la caña de azúcar daban trabajo a los campesinos sin tierras durante dos o tres meses al año.
La clase dirigente oligárquica acusaba a la nueva sensibilidad social de los católicos de subversión y comunismo. En el pasado, los ricos habían financiado la construcción de las iglesias y sostenido al clero, y ahora ese mismo clero ya no sostenía la pirámide social sobre la que se asentaba el poder oligárquico, a cuyas órdenes estaba la dictadura militar que gobernaba El Salvador desde hacía medio siglo. “La Iglesia había traicionado a quienes la habían sostenido y difundido. A eso se debía el odio de la oligarquía por el clero y los fieles que mostraban sensibilidad social y pedían un país más justo.
El crecimiento de la guerrilla castrista, con sus prácticas violentas, era también imputado a la Iglesia por el origen católico de muchos guerrilleros, cuando en realidad en El Salvador de aquel momento todos eran católicos por origen y por tradición cultural”, afirma el historiador. Por otra parte, Romero también tuvo relaciones conflictivas con la guerrilla. La opción revolucionara era una opción alternativa al pedido de justicia y reformas del arzobispo mártir, que se encontró atrapado en la polarización exasperada entre la guerrilla y la oligarquía. En este dificilísimo contexto, él pedía conversión a los ricos, pedía que compartieran sus bienes ante el riesgo inminente de una guerra civil, tal como después ocurrió. Predicaba pidiendo justicia en nombre de la paz y del Evangelio, y sabía que eso podía costarle la vida.
A Romero le anunciaban su muerte todos los días, por medio de amenazas, insultos o atentados. “Preguntar por qué mataron a Romero es como preguntarse por qué mataron a Jesucristo. El asesinato de monseñor Romero es parecido al de Jesús. A Jesús también le dijeron que lo condenaban por razones políticas. Sin duda el poder tiene esa manera de defenderse, pretendiendo ocultar su pecado”, afirma monseñor Gregorio Rosa Chávez, que fue uno de sus más estrechos colaboradores.
El sentido cristiano de su muerte lo confió el obispo a sus notas íntimas en estos términos: “Pongo bajo la providencia amorosa del Corazón de Jesús toda mi vida y acepto con fe en Él mi muerte, no importa lo difícil que sea. Tampoco quiero darle una intención, como me gustaría, por la paz de mi país o por el crecimiento de nuestra Iglesia … porque el Corazón de Cristo dará la orden que quiera. Sólo tengo que vivir feliz y confiado, sabiendo con certeza que Él está en mi vida y mi muerte (…) y otros proseguirán con mayor sabiduría y santidad la obra de la Iglesia y de la Patria”. “Podemos considerar estas palabras, escritas un mes antes de ser asesinado, como el testamento espiritual de monseñor Romero”, afirma Morozzo. “Romero no estaba pensando en una muerte heroica que pasara a la historia, no quería desafiar a los enemigos del pueblo para que lo mataran y mostrarse después resucitado en la revolución. No concebía su martirio como un símbolo para la lucha en el futuro. Por el contrario, pensaba en su muerte según la tradición de la Iglesia, para la cual el mártir no es una bandera en contra, no es un acto de acusación contra el perseguidor, sino un testimonio de fe. Fe en la Gracia divina que, como dice el salmo 62, vale más que la vida”.