Propiedad de los medios de producción: una apuesta perenne
Es suficiente para convencerse de que la cuestión del modo de propiedad de los grandes medios de producción y de cambio no tiene nada de desfasada, observar el encarnizamiento de los grandes detentores del capital para batirse hoy en todos los frentes, desde el económico al ideológico, para hacer de la generalización máxima del estatuto privado la ardiente obligación de nuestro tiempo. Sería dudoso que ellos desplegasen tantos esfuerzos por un objetivo, si fuera tan obsoleto como han intentado de hacérnoslo creer.
Por otra parte, no es difícil de captar la amplitud, por lo menos triple, de la apuesta.
1. En su reciente libro, Reconstruire un pouvoir politique ( la Decouverte, 1997), Philippe Herzog[3] explica que, criticando durante una discusión con Alain Gomez entonces ejecutivo de Thompson, los efectos negativos de su gestión sobre el empleo, enseguida le espetó esta “respuesta clara y limpia: el fin de la gestión ( privada) no es el empleo sino el beneficio” (p.32). Recuerdo banal pero crucial: tener como bien privado el capital de una empresa, es estar en posición de apropiarse el beneficio como decidir sobre los salarios, por tanto dominar el reparto primario de las riquezas creadas. Lo que, por sí mismo, es enorme.
2. Pero, al mismo tiempo, ello significa además: poseer – teniendo la propiedad privada de los unos su directo contrario en la privatización de la propiedad de los otros – un poder de esencia monárquica sobre la producción misma, sobre sus modalidades, finalidades y criterios; es ser dueño de la gestión económica y financiera de vastos bienes sociales – dueño después de Dios, es decir del mercado- en una relación de poder que, salvo que exista una suficiente potencia colectiva, domina inexorablemente sobre todo Estado, sobre todo derecho, sobre toda ética: nosotros tenemos el ejemplo de eso cada día y en todas partes. Ahí está el corazón desde el cual renace sin cesar la aspiración a un más allá del capitalismo.
3. Aún hay más: a partir de la economía se afirma la incansable candidatura de la rentabilidad privada a ser erigida en norma de toda gestión – tanto sanidad como enseñanza, tanto investigación como creación -, en modelo universal de civilización eficiente, es decir, a corroer de forma radical todos los valores hasta pretender determinar el precio de la vida humana o del planeta Tierra mismo. Ese totalitarismo no es el menos glaciar.
Por estas razones, toda aspiración emancipatoria está abocada al conflicto frontal con la impudicia del capital privado, nazca éste de la más salvaje de las rapiñas, como hoy mismo del Brasil o de Indonesia, o prospere en la urbanidad democrática por la usurpación de la plusvalía colectivamente producida de la cual él está esencialmente constituido, lo que deja claro el carácter usurpador de su modo de apropiación.
Como además el capital, bajo el doble efecto de las mutaciones tecnológicas que él acelera y de las contradicciones nuevas que resultan de estas mutaciones, está abocado a una crisis histórica de eficacia cuya fuga hacia delante hacia la mundialización no hace otra cosa que generalizar los estragos, nadie duda que la superación de su principio mismo no sea el gran asunto en el orden del día del próximo siglo.
Que quede pues, bien claro: oponer como yo hago a una alternativa socialista de muy pobre credibilidad una aspiración comunista de rica perspectiva, no es decretar cerrada la cuestión del modo de propiedad de los grandes medios de producción y de cambio, y, sin prejuzgar la solución aportar en cada caso y momento dados, tampoco no consiste en desestimar los grandes méritos potenciales de una apropiación pública digna de ese nombre.
Mi punto de vista crítico- muy crítico – en este asunto consiste en juzgar, como se verá, no tanto como excesivo el proyecto de una socialización real sino indigente, prohibitivamente indigente la creencia en la virtud decisiva de una pura transferencia de propiedad en torno a la cual se construyo, muy por debajo de Marx, el concepto tradicional de socialismo.
De la propiedad estatal al dominio colectivo
En efecto, interroguemos de manera un poco atenta, a partir de las lecciones de ayer y de las realidades de hoy, cada uno de los términos de esta fórmula canónica: propiedad social de los medios de producción. En primer lugar, propiedad. Como lo revelaba ya Marx en el Prefacio de la Contribución de 1859, las relaciones de propiedad no son más que la “expresión jurídica” de las relaciones de producción.
La posesión efectiva de los medios de producción no se reduce únicamente a su propiedad nominal, aunque ésta no sea entendida como secundaria. Implica muchas otras condiciones no sólo simplemente jurídicas sino de hecho, en particular la capacidad de gestión, que presupone el acceso real a la información económica y financiera, al saber teórico y práctico, a compartir la experiencia, etc. Desprivatizar la propiedad de medios de producción puede ser hecho de golpe por un poder político; socializar la capacidad de gestión es una cosa mucho más larga y compleja. En los años cincuenta, Georges Cogniot explicaba a quien quisiera escucharle que si en la URSS el poder económico estaba tan concentrado en la cúpula, ello se debía no sólo alguna voluntad política – en lo cual él explicaba algunas historias- sino a un retraso histórico- en lo cual no se equivocaba: hay ya en ese país decenas de millares de grandes empresas ( decía él) y, por entonces aún, muchos menos ejecutivos capaces. Pero el pensamiento socialista tradicional no ha asimilado verdaderamente la diferencia profunda entre títulos de propiedad y condiciones de apropiación y por tanto de dominio reales. Aún menos ha meditado sobre las consecuencias de esta “revolución managerial” de la que Gerard Duménil y Dominique Lévy, en su libro sobre un siglo de economía americana intitulado Dynamique du capital ( Actuel Marx/PUF, 1996), muestran todo lo que ella ha trastornado. A partir del momento donde el capitalismo entraba en un nuevo estadio, presentido por Marx, donde se han diferenciado las funciones de financiamiento de las funciones manageriales, anudando entre ellas nuevas relaciones dialécticas, y por tanto estas clases que constituyen los propietarios del capital y los cuadros de gestión, se convertía cada vez menos posible aún escapar a las lógicas del sistema a través de un simple cambio de propietario. Esto deberían haberlo hecho visible a todos, por ejemplo, las nacionalizaciones francesas de 1981: después como antes, en cuanto a lo esencial, los mismos hombres, la misma cultura, los mismos criterios y a fin de cuentas la misma gestión para las empresas industriales y bancarias concernidas. Duménil y Lévy concluyen que “la emergencia del capitalismo managerial a principios de siglo significó el toque a muertos del paso al socialismo tal como lo imaginaban los revolucionarios del siglo XIX” ( pag. 332). Lo que es seguro en todo caso, es que la desprivatización de los medios de producción no puede ser tenida por ella misma como condición decisiva de la superación del capitalismo. Evidentemente, todos los huérfanos del antiguo socialismo científico aún no lo han comprendido. Para operar una tal superación es precisa nada menos que una revolución en el acceso social a la gestión. Parafraseando a Lenin, se podría decir: es necesario que cada asalariado aprenda a gobernar la empresa. Es el asunto de una época entera. Razón de más para empezar enseguida y entregarse a ello. Paso al segundo punto: propiedad social de los medios de producción. ¿Cómo entender correctamente la expresión “social”? Como sabe todo el mundo, se trata de una de las cuestiones más duramente disputadas a lo largo de la historia del movimiento socialista, en particular a final del último siglo – como lo muestra, en paso de los trabajos de Jacques Granjonc, el libro de Marc Angenot sobre la época de la Internacional titulado “Utopie colectiviste” ( PUF, 1993)- entre las corrientes anarquistas deseosas de una apropiación comunista por los productores directos y las corrientes llamadas “autoritarias” partidarias de una socialización por parte del Estado proletario. Y todo el mundo sabe, es esta segunda concepción la que ha vencido en general en el movimiento obrero, de manera que el socialismo se transformó íntimamente en sinónimo de estatismo y esto, más allá de su vehemente oposición, tanto en sus variedades socialdemócratas cómo en su ortodoxia marxista-leninista. Ahora bien, no solamente una estatización de los medios de producción no pone fin a la desposesión de los productores sino que, y toda la experiencia del siglo está ahí para atestiguarlo, ella no instituye en último análisis otra cosa que variantes insidiosas y brutales de la dominación continuada del capital sobre los hombres. Lejos de ser la supuesta “primera fase” del avance hacia el comunismo, dicho de otra forma: hacia la superación de las grandes alienaciones históricas, el socialismo estatista le gira claramente la espalda , y ello es claramente la razón mismo del aborto de esta superación. He aquí porque yo creo que es crucial entender que lo que murió en el Este no ha sido en absoluto el comunismo, en el sentido conceptual del término, sino más bien el socialismo en su acepción consagrada.
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