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10 de abril de 1944, 4:00 am, suena el teléfono del convento de la Iglesia de la Merced, contesta el Padre Juan León Montoya y de la Policía Nacional le piden que asista a una gran cantidad de hombres que serán fusilados, el padre asombrado, acepta pero solicita que le ayuden otros sacerdotes….
LOS FUSILAMIENTOS DE LOS HÉROES DEL 2 DE ABRIL DE 1944 (Parte 2)
Por Julio Escamilla Saavedra
Se accedió a su petición y siempre en un vehículo con agentes perfectamente equipados, se dirigió al convento de la iglesia de El Rosario en donde, un tanto nerviosos, se ofreció el Padre Losada y, como faltaban ocho hostias consagradas para dar la comunión a los diez reos que iban a confesar, se aprovisionaron de ellas y luego abordaron el vehículo que los llevó a la Policía.
Al llegar, condujeron a los dos religiosos a una celda donde se encontraban cuatro militares tendidos en el suelo y cobiertos por una manta, la cual arrojaron al ver llegar alos sacerdotes acompañados de Guardias Nacionales.
Uno de ellos, el Mayor Julio Faustino Sosa, gritó exaltado:
-¡Que! ¿Nos van a fusilar?
– ¿Que pasa? ¿Nos van a fusilar? – gritó otro de los reos –
– ¡Tenemos derecho a apelar! – girtó otro más-
Alguien de los que acompañaban a los padres MOntoya y Losada dijo a los prisioneros que ya se había apelado y que la petición había sido denegada…
el Mayor Sosa, a gritos repetía una y otra vez que él era inocente…
Ambos sacerdotes esperaron a que aquellos infelices se calmaran un poco. El Padre Montoya pidió que retiraran a un grupo numeroso de curiosos que desde lo alto del edificio asomaban sus cabezas ávidos de presenciar la escena; estos eran empleados de la Policía y agentes del mismo cuerpo.
Se ordenó el retiro de aquella gente y ya un tanto calmados los ánimos de los prisioneros, los sacaron de la celda para ser confesados. El Padre Losada confesó al Coronel Tito Calvo y el Padre Montoya al General Alfonso Marroquín al Mayor Julio Sosa y al Teniente Marcelino Calvo.
Terminada la confesión y habiendo comulgado cristianamente los cuatro reos, llevaron a los sacerdotes a otroa celda ubicada un piso mas abajo en la cual se encontraban los demás condenados a sufrir la última pena.
Los reos recibieron a los religiosos con abrazos y muestras de resignación. Allí fueron confesados el Capitan Manuel Sánchez Dueñas, el Teniente Oscar Armando Cristales y los Sub Tenientes Edgardo Chacón, Antonio Gavidia Castro y Miguel Angel LInares.
Despues que todos recibieron la sarada comunión, el Padre Montoya se quedó un rato con ellos tratando de darles ánimo y hablándoles de Cristo. Algunos de ellos le fueron indicando ciertos objetos personales que les habían decomisado, encomendándole que los reclamara y a su vez los entregara a sus familiares como un último recuerdo… Era algo así como si estuviesen haciendo un testamtento póstumo verbal… Los objetos de que le hablaban, eran cosas sencillas, como por ejemplo: una cajetilla de ciarrillos, una cajetilla de fósforos, etc.
Pasado un corto tiempo, sacaron a todos los reos que habían en esta celda para conducirlos a bordo de un camión hasta el Cementerio General, donde serían pasados por las armas. El Padre Montoya se despidió de los prisioneros y les prometió estar con ellos en sus últimos momentos.
La parte Sur del edificio de la Policía Nacional aún no estaba terminada de construir y frente a un paredón cerca de la esquina suroeste del mismo, frente un paredón al pie del cual había una pequeña siembra de hortalizas, habían limpiado un poco quitando algunas latas viejas y demás estorbos para ejecutar en ese sitio a los militares de mayor graduación.
Cuando, llegada la hora sacaron a estos prisioneros para llevarlos a ese lugar, en todas las celdas, las cuales formando un semicírculo daban frente al patio donde se llevaría a cabo la ejecución , los reos se apretujaban frente a los barrotes de las bartolinas para presenciar la escena…
Al atravesar el patio los condenados a muerte para ir a colocarse al pie del paredón, se escuchó en las celdas un murmullo de voces al que le siguió un silencio sepulcral…
Arriba, en la azotea, numerosos curiosos, todos ellos empleados de la Policía y agentes de ese mismo cuerpo, mas alguno que otro particular, oservaban el drama que se estaba desarrollando allá abajo.
Aquello recordaba los espectáculos que los césares solían ofrecer en el Circo Romano para sádico deleite del poulacho.
El General Alfonso Marroquín, el Coronel Tito Calvo y el Mayor Julio Sosa, se colocaron en el sitio indicado al pie del paredon. El General Marroquín, antes de ser ejecutado, habló con bastante serenidad al pelotón de la Guardia Nacional encargado del fusilamiento, diciéndoles que no tuvieran ningún remordimiento por lo que iban a hacer, por cuanto que ellos solamente esban cumpliendo una órden.
Llegada la hora, él mismo llevó la voz de mando…
Eran exactamente las siete y cuarenticinco minutos de la mañana cuando sonaron las descargas…
El Mayor Julio Sosa, al recibir los impactos de las balas e irse desplomando, alcanzó a decir:
-¡Barbaros! no me mataron bien…
El oficial al mando del pelotón de fusilamiento, les dió el tiro de gracia a los fusilados y el Padre Montoya acudió a ellos para prestarles de rodillas los últimos auxilios de la religión católica y, al pasar junto al mayor Sosa y notar que este aún respiraba estertóreamente, dijo:
– Todavía vive…!
Un segundo tiro de gracia aplicado en la nuca, terminó con la existencia del Mayor Sosa.
El General Marroquín había caído hacia el frente y el Coronel Calvo al desplomarse con las descargas cayendo sobre su derecha, había quedado con la cabeza como metida en una de las latas vacías que habían medio apartado para colocar a los reos antes de fusilarlos; al darle el diro de gracia, la cabeza del coronel Calvo se desprendió de la lata…
El sol de la mañana caía sobre los cadáveres de los fusilados y al ver que no llevaban los ataúdes, desde una de las celdas de la planta baja, el Dr. Ricardo Avila Moreira, que se hallaba prisionero por la causa revolucionaria gritó:
– ¡Si no tienen con qué cubrirlos, aquí tengo una sábana!…
El padre Montoya corrió inmediatamente a la Celda, recibió la sábana y fué a cubrir los cadáveres…
Después de esto, el párroco de la Merced fué conducido al cementerio General y creyendo éste que el mismo pelotón de fusilamiento estaban encargado de las dos ejecuciones, esperaba llegar a tiempo para estar con los otros sentenciados a muerte en sus últimos momentos, más para dolor suyo, éstos ya habían sido pasados por las armas y los cadáveres yacían en el suelo…
El sacerdote se arrodillo y fué administrando los Santos Oleos uno a uno…
Continuará…