La Cuestión del Comunismo (I)

Por Lucien Seve.

Exposición realizada en el plenario de clausura del Congreso Marx Internacional donde se debatía el tema: ¿Qué alternativa al capitalismo?. El autor se basa en una lectura en profundidad de los Grundrisse de Marx para analizar los fenómenos contemporáneos y en particular las condiciones de la viabilidad y puesta al orden del día del comunismo.

Dar su pleno sentido al tema que nos ocupa: «¿Qué alternativa al capitalismo?» exige plantear, para llamarlo por su verdadero nombre marxiano, la cuestión del comunismo. Para ser claro, estructuraré mi intervención en torno a varias tesis -es decir, por supuesto, hipótesis que espero mostrar que no son arbitrarias. Y, para atenerme al tiempo fijado, me limitaré a sostener tres.

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Tomando la palabra «alternativa» al pie de la letra, el interrogante «¿qué alternativa al capitalismo?» consiste en preguntarse cuál es el otro del capitalismo en el seno de la identidad en forma de dilema que constituirían juntos. ¿Pero qué dilema? La respuesta ha parecido obvia desde hace más de un siglo: propiedad privada o propiedad social de los grandes medios de producción y de cambio.

Desde este punto de vista, lo que se ha llamado «socialismo real» ha sido el otro del capitalismo, es decir, lo contrario dentro de un mismo género. Lo contrario: digamos, para proseguir muy rápidamente, plan versus mercado. El mismo género: el de la puesta en acción de un tipo idéntico de aumento de la productividad fundado, según las lógicas industriales, sobre la acumulación de trabajo muerto como condición primordial de eficacia creciente del trabajo vivo.

El mejor índice de esta identidad esencial tras la antinomia inmediata, ¿no es la consigna que dominó la involución brezhneviana de los países socialistas: «alcanzar el capitalismo «? A la pregunta «qué alternativa al capitalismo», entendida en el sentido exacto de la palabra «alternativa», la respuesta no está ni lógica ni históricamente, delante de nosotros sino detrás de nosotros: tal alternativa no es otra que el fenecido socialismo de tipo soviético, que perseguía el proyecto inviable de alcanzar al capitalismo sin mercado ni democracia verdaderos. Resulta la conclusión que a muchos parece evidente: estaría demostrado que no existe alternativa viable al capitalismo. Lo único que se podría buscar sería no una alternativa sino variantes en la manera de regular y circunscribir este elemento insustituíble de las sociedades desarrolladas: el mercado capitalista. Si se considera -tal como es mi caso y sin duda el de muchos entre nosotros- que los estragos de todo tipo que produce hoy el capitalismo y, aún peor, los que nos promete para mañana son absolutamente inaceptables, la pregunta abierta que conviene plantearse es pues, me parece, no la de una alternativa al capitalismo que gire, de hecho, en la misma órbita, aunque fuera en el polo opuesto, sino la de la superación, en que la órbita misma resulte profundamente transformada. Tal es la problemática, no alternativa sino revolucionaria en el sentido propio dado por Marx, y es en esta problemática que se inscribirá mi reflexión. No se trata entonces de buscar alguna variante a la forma social hoy dominante ni siquiera de invertir tal o cual signo en una fórmula general incambiada sino, por el contrario, para retomar algunos de los temas más ambiciosos de Marx, de poner fin a las grandes alienaciones históricas llevadas al límite por el modo de producción capitalista, de cerrar con él la era milenaria de las sociedades de clase, de salir de la prehistoria humana. Se trata de «cambiar de base». Para este movimiento de superación radical, Marx reservó el nombre de comunismo. En este sentido, más allá de las cuestiones tan embrolladas que hoy puede promover el uso político de este término, diría que el problema ineludible que está planteado ante nosotros es siempre y nuevamente el del comunismo. Pero precisamente porque la perspectiva del comunismo nos proyecta fuera de la órbita del desarrollo histórico actual, ella choca con una objeción cardinal: la de su irrealidad. La visión muy extendida -aunque no marxiana- del comunismo como un «ideal»no tiene por el momento existencia alguna. Inscribirla en la sucesión no acabada de las formaciones sociales, ¿no equivaldría a introducir las quimeras en la clasificación de las especies vivas? Objeción que no perturba a ciertos utopismos, que aceptan sin dificultad que el comunismo sea solamente una idea reguladora de nuestras prácticas políticas. Pero en esta acepción es evidente que pierde toda consistencia en tanto perspectiva de superación efectiva del capitalismo. Así la extraordinaria originalidad de Marx es querer incluir rigurosamente esta anticipación visionaria del futuro en un análisis materialista-crítico del presente. Allí está el punto crucial para las actuales relecturas críticas de Marx. La actitud, sin duda alguna dominante hoy, es de estigmatizar esta inaceptable confusión de géneros epistemológicos: por ejemplo, cuando en el capítulo XXIV del Libro I de El Capital, Marx nos presenta «la expropiación de los expropiadores» como una histórica negación de la negación que debe cumplirse, dice, «con la ineluctabilidad de un proceso natural«. Muchas veces se ha recalcado, incluso en este congreso, que se trata de una transición inadmisible de la comprobación empírica a la construcción normativa, mediante una visión teleológica de los procesos sociales que contradice radicalmente los principios del materialismo histórico. De modo que no habría motivo para asombrarse de que nuestro siglo haya sido en este aspecto el de las esperanzas cruelmente insatisfechas.

Pese a los méritos de estas consideraciones, mi tesis no es por eso menos firme en cuanto a que ellas no invalidan lo esencial. Admito que valen contra aforismos globalizadores en que la dialéctica hace las veces de deux ex machina especulativo. Pero sostengo que estos poco frecuentes enunciados remiten, en Marx a un vasto trabajo analítico que en sus principios, en todo caso, escapa enteramente a la objeción. Este trabajo de Marx consiste en poner en evidencia la producción, empíricamente atestiguada por el movimiento del capital de los supuestos objetivos de su propia superación; no son nada más que supuestos previos que, aprisionados en las formas capitalistas, son incapaces por sí mismos de revertirlas en el sentido comunista y no hacen más que agudizar en ellas contradicciones devastadoras, pero presupuestos no menos esenciales de aquella superación. Ejemplo: el dinamismo con que el modo de producción capitalista desarrolla sin pausa la productividad real del trabajo engendra condiciones materiales que, al mismo tiempo, hacen cada vez más posible el desarrollo libre y pleno de los productores y los exigen más y más fuertemente en aras de una productividad todavía mayor:

¿No es ése el centro de la actual «crisis del trabajo»?

No hay ahí ningún resbalón teleológico. Crear las premisas de una forma social en que cada uno podrá recibir «según sus necesidades» no es para nada la finalidad de la actividad capitalista: su finalidad es y sigue siendo la maximización de la cuota de beneficio, de manera que ella produzca no la riqueza para todos sino la pobreza relativa e incluso la miseria absoluta para la mayoría. Pero no puede tender hacia esta productividad superior sin crear por eso mismo, «a sus espaldas» y «cabeza abajo», como le gusta decir a Marx, supuestos objetivos para un modo de producción y de distribución profundamente diferente, que a nosotros nos incumbe construir a partir de aquéllos, si nos lo proponemos como finalidad consciente.

«Si la sociedad tal cual es no contuviera, ocultas, las condiciones materiales de producción y de circulación para una sociedad sin clases, todas las tentativas de hacerla estallar serían otras tantas quijotadas» escribe Marx en los Grundrisse.

No veo en esto ningún paso fraudulento del indicativo al condicional, de lo empírico a lo normativo, sino sólo la base de un optimismo histórico razonado: «la humanidad no se propone nunca, más que tareas que ella misma puede resolver», en la medida en que la toma de conciencia y la función de la tarea como posible esté sostenida por el proceso de formación tendencial de sus supuestos objetivos. Nada más, nada menos. El éxito no está jamás garantizado, pero la desesperanza metafísica queda descalificada. En este sentido, hablar de «ineluctibilidad de un proceso natural» entraña, sin duda alguna, un deslizamiento muy peligroso: hay que pensar el proceso en términos no de una necesidad mecánica ilusoria, sino de una posibilidad dialéctica real. Pero, bajo esta segunda forma, es un pensamiento de importancia capital.

Mi tesis número uno es pues, la siguiente: la cuestión comunista es en primer lugar una cuestión de hecho.

¿Sí o no, el movimiento actual del capital continúa acumulando, cabeza abajo, los supuestos objetivos de la superación de la sociedad de clases? Si es no, ningún «ideal » o «utopía», ninguna política que reivindique el comunismo podrán hacerlo revivir. Si es , ninguna bancarrota histórica, por aplastante que haya sido, estará en condiciones de retirarlo del orden del día. Es necesario entonces reelaborar una propuesta comunista adaptada a esta cuestión insoslayable.

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