El precio de la desigualdad. J.E.Stiglitz

 

«A los estadounidenses les gusta pensar en su país como una tierra de oportunidades, opinión que otros en buena medida comparten. Pero aunque es fácil pensar ejemplos de estadounidenses que subieron a la cima por sus propios medios, lo que en verdad cuenta son las estadísticas: ¿hasta qué punto las oportunidades que tendrá una persona a lo largo de su vida dependen de los ingresos y la educación de sus padres? En la actualidad, estas cifras muestran que el sueño americano es un mito.»

Joseph E. Stiglitz.

El 1 % de la población disfruta de las mejores viviendas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor nivel de vida, pero hay una cosa que el dinero no puede comprar: la comprensión de que su destino está ligado a cómo vive el otro 99 %. A lo largo de la historia esto es algo que esa minoría solo ha logrado entender… cuando ya era demasiado tarde. Las consecuencias de la desigualdad son conocidas: altos índices de criminalidad, problemas sanitarios, menores niveles de educación, de cohesión social y de esperanza de vida. Pero ¿cuáles son sus causas, por qué está creciendo con tanta rapidez y cuál es su efecto sobre la economía? El precio de la desigualdad proporciona las esperadas respuestas a estas apremiantes cuestiones en una de las más brillantes contribuciones de un economista al debate público de los últimos años.

El premio Nobel Joseph Stiglitz muestra cómo los mercados por sí solos no son ni eficientes ni estables y tienden a acumular la riqueza en manos de unos pocos más que a promover la competencia.

Revela además cómo las políticas de gobiernos e instituciones son propensas a acentuar esta tendencia, influyendo sobre los mercados en modos que dan ventaja a los más ricos frente al resto.

La democracia y el imperio de la ley se ven a su vez debilitados por la cada vez mayor concentración del poder en manos de los más privilegiados.


En la historia hay momentos en que da la impresión de que por todo el mundo la gente se rebela, dice que algo va mal, y exige cambios. Eso fue lo que ocurrió en los tumultuosos años de 1848 y 1968. La agitación que tuvo lugar en ambos casos marcó el comienzo de una nueva era. Puede que el año 2011 resulte ser otro de esos momentos.

Un levantamiento juvenil que comenzó en Túnez, un pequeño país situado en la costa septentrional de África, se extendió a Egipto, un país cercano, y después a otros países de Oriente Próximo. En algunos casos, parecía que la chispa de la protesta iba a apagarse, por lo menos temporalmente. Sin embargo, en otros países aquellas tímidas protestas precipitaron un cambio social radical, y provocaron el derrocamiento de dictadores consolidados desde hacía décadas, como Hosni Mubarak en Egipto y Muamar el Gadafi en Libia. Poco después, la gente de España y Grecia, del Reino Unido y de Estados Unidos, y de otros países de todo el mundo, encontraron sus propios motivos para echarse a las calles.

A lo largo de 2011, acepté gustosamente invitaciones para viajar a Egipto, a España y a Túnez y me reuní con los manifestantes en el parque del Retiro de Madrid, en el parque Zuccotti de Nueva York y en El Cairo, donde hablé con hombres y mujeres jóvenes que habían estado en la plaza Tahrir.

Al hablar con ellos me fui dando cuenta de que, aunque las quejas específicas variaban de un país a otro —y en particular las quejas políticas de Oriente Próximo eran muy distintas de las de Occidente—, había algunos temas comunes. Había un consenso generalizado de que en muchos sentidos los sistemas económico y político habían fracasado y de que ambos sistemas eran básicamente injustos.

Los manifestantes tenían razón al decir que algo iba mal. El desfase entre lo que se supone que tendrían que hacer nuestros sistemas económico y político —lo que nos contaron que hacían— y lo que hacen en realidad se había vuelto demasiado grande como para ignorarlo. Los gobiernos a lo largo y ancho del mundo no estaban afrontando los problemas económicos más importantes, como el del desempleo persistente; y a medida que se sacrificaban los valores universales de equidad en aras de la codicia de unos pocos, a pesar de una retórica que asegura lo contrario, el sentimiento de injusticia se convirtió en un sentimiento de traición.

Que los jóvenes se rebelaran contra las dictaduras de Túnez y Egipto era comprensible. Los jóvenes estaban cansados de unos líderes avejentados y anquilosados que protegían sus propios intereses a expensas del resto de la sociedad. Esos jóvenes carecían de la posibilidad de reivindicar un cambio a través de procesos democráticos. Pero la política electoral también había fracasado en las democracias occidentales. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, había prometido «un cambio en el que se puede creer», pero a continuación puso en práctica unas políticas económicas que a muchos estadounidenses les parecían más de lo mismo.

Y sin embargo, en Estados Unidos y en otros países, había indicios de esperanza en aquellos jóvenes manifestantes, a los que se sumaban sus padres, sus abuelos y sus maestros. No eran ni revolucionarios ni anarquistas. No estaban intentando echar abajo el sistema. Seguían creyendo que el proceso electoral podría funcionar, siempre y cuando los gobiernos recordasen que tienen que rendir cuentas ante el pueblo. Los manifestantes se echaron a las calles para forzar un cambio en el sistema.

El nombre elegido por los jóvenes manifestantes españoles, en el movimiento que comenzó el 15 de mayo, fue «los indignados»(1). Estaban indignados de que tanta gente lo estuviera pasando tan mal—como evidenciaba una tasa de desempleo juvenil superior al 40 por ciento desde el inicio de la crisis, en 2008— a consecuencia de las fechorías cometidas por los responsables del sector financiero. En Estados Unidos, el movimiento Occupy Wall Street se hacía eco de esa misma consigna. La injusticia de una situación en la que mucha gente perdía su vivienda y su empleo mientras que los banqueros recibían cuantiosas bonificaciones resultaba exasperante.

Sin embargo, las protestas en Estados Unidos muy pronto fueron más allá de Wall Street y se centraron en las desigualdades de la sociedad estadounidense en sentido amplio. Su consigna pasó a ser «el 99 por ciento». Los manifestantes que adoptaron esa consigna se hacían eco del título de un artículo que escribí para la revista Vanity Fair: «Del 1%, por el 1%, para el 1%», que describía el enorme aumento de la desigualdad en Estados Unidos y un sistema político que parecía atribuir una voz desproporcionada a los de arriba.

Tres motivos resonaban por todo el mundo: que los mercados no estaban funcionando como se suponía que tenían que hacerlo, ya que a todas luces no eran ni eficientes ni estables; que el sistema político no había corregido los fallos del mercado; y que los sistemas económico y político son fundamentalmente injustos. Aunque este libro se centra en el exceso de desigualdad que caracteriza hoy en día a Estados Unidos y a algunos otros países industrializados avanzados,también explica en qué medida esos tres motivos están íntimamente relacionados: la desigualdad es la causa y la consecuencia del fracaso del sistema político, y contribuye a la inestabilidad de nuestro sistema económico, lo que a su vez contribuye a aumentar la desigualdad; una espiral viciosa en sentido descendente en la que hemos caído y de la que solo podemos salir a través de ciertas políticas coordinadas que se describen en el libro.

(Fragmentos del libro El precio de la desigualdad de J.E.Stiglitz)

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