El nobel en su descontento: Stiglitz y la globalización y IV

Manejo de la crisis en Asia Oriental

La postura de Stiglitz es particularmente crítica respecto a la manera en que el FMI manejó la crisis de Asia Oriental. A su juicio entre los grandes errores se cuentan: 1) cerrar, en medio de un clima de pánico financiero, diversos bancos en Indonesia; 2) rescatar a acreedores privados y, en su mayoría, extranjeros; 3) no permitir el establecimiento de controles sobre las salidas de capital; y 4) imponer políticas fiscales restrictivas y altas tasas de interés. Stiglitz sostiene que las experiencias de China e India —dos países que no sufrieron una crisis—, y de Malasia —que no siguió el consejo del FMI y se recuperó rápidamente—, respaldan su punto de vista.
De todos modos, este argumento resulta muy poco persuasivo.
Cualquier persona levemente informada sabe que hay muchas razones por las que India y China no han afrontado una crisis, y atribuir esa situación a la presencia de controles sobre el capital es muy simplista, si no abiertamente erróneo. El caso de Malasia es un poco más complicado.
Se ha recuperado rápido —aunque no tanto como Corea del Sur—, pero no queda claro si esta mejoría ha sido el resultado de la imposición de controles sobre el capital y de la fijación del tipo de cambio. Sigue siendo una pregunta abierta que requerirá investigación adicional. Lo que es cierto, sin embargo, es que Malasia sorprendió a muchos observadores al intensificar los controles sólo temporalmente; al cabo de aproximadamente un año, y una vez que la economía se había estabilizado, se eliminaron los controles tal como lo había anunciado originalmente el Dr. Mahatir.
Lo que convierte la situación de Malasia en un caso particularmente interesante es que desde un punto de vista histórico el uso provisorio de controles es una medida muy excepcional. La norma histórica se aproxima más al fenómeno observado en Latinoamérica durante la crisis de la deuda ocurrida en la década de 1980, cuando lo que se suponía sería una intensificación transitoria de los controles se convirtió en una característica a largo plazo de las economías regionales.
Asimismo, en Latinoamérica los controles más estrictos sobre las salidas de capital no fomentaron la reestructuración de las economías internas, ni tampoco se tradujeron en la adopción de reformas ordenadas. De hecho, sucedió lo contrario.
En un país tras otro los políticos experimentaron con medidas populistas que en definitiva profundizaron la crisis.
México nacionalizó el sector bancario y expropió los depósitos en dólares. Argentina y Brasil crearon nuevas monedas —el austral y el cruzado—, al tiempo que controlaron los precios y expandieron el
gasto público. En Perú, los controles más rígidos sobre las salidas de capital permitieron que la administración del presidente Alan García erosionara en forma sistemática las bases de una economía sana y productiva, mientras el país era rápidamente consumido por una virtual guerra civil.
No resulta sorprendente que, en los tres países, la aplicación de estas políticas haya generado una inflación galopante y el colapso de la actividad económica.
Y, para empeorar la situación, en ninguno de ellos los controles sobre la salida de capital lograron desacelerar la fuga de capitales.
Dos de las críticas de Stiglitz son acertadas: el cierre de los bancos en medio de un clima de pánico constituye un gran error, el que en Indonesia contribuyó a profundizar la crisis. Además los rescates masivos de acreedores resultan costosos e ineficaces.
Algunas personas han reconocido esto durante mucho tiempo, y la reciente propuesta de Anne Krueger, primera subdirectora gerente del FMI, representa un avance positivo en un esfuerzo por aplicar un marco efectivo que mantenga el statu quo mientras se avanza en una negociación. Aún queda por ver si existe el suficiente grado de respaldo político para este esquema o para una variante del mismo.
La crítica más severa de Stiglitz se refiere a la política fiscal y de tasas de interés del FMI. Sostiene que la crisis de Asia Oriental requería la aplicación de políticas fiscales expansionistas y no de contracción, como insistía el FMI. En su opinión, al imponer una reducción del gasto fiscal el FMI profundizó aun más un grave fenómeno recesivo. Peor aún, los aumentos de las tasas de interés ordenados por el FMI generaron una sucesión de quiebras que ahondaron la crisis de confianza y contribuyeron todavía más a la desaceleración.
Pese a lo anterior, la postura de Stiglitz cuenta con escaso respaldo empírico y no reconoce la gravedad que había alcanzado la situación hacia fines de 1997. No se trataba, como él sostiene, de “graves contracciones de la actividad económica” que precisaban la adopción de políticas fiscales anticíclicas de tipo teórico; se trataba de una crisis monetaria en gran escala. Y una de las características esenciales de las crisis monetarias es que el público reduce drásticamente su demanda de bonos gubernamentales y de dinero interno, recurriendo a activos más seguros, en especial divisas. Esta situación restringe el margen de acción de los gobiernos de países en crisis: al descender la demanda de bonos gubernamentales —por parte de inversionistas locales y extranjeros— resulta muy difícil poner en práctica una política fiscal más expansionista a menos que se monetice el déficit.
Además, si no se detiene la disminución de la demanda de dinero interno, el valor de las divisas se elevará drásticamente —sobrepasando con creces su nivel de equilibrio— y la inflación aumentará en forma considerable. Si el endeudamiento en moneda extranjera es alto —como ocurrió en algunos países de Asia Oriental—, el debilitamiento de la moneda redundará en un considerable aumento de la carga de la deuda y en nuevas quiebras.
La primera consigna del sector financiero en una situación de crisis en gran escala es restablecer la confianza. Si bien las quiebras generalizadas y recurrentes no contribuyen a lograr este objetivo, tampoco lo hacen los grandes déficits que se traducen en la impresión de billetes o en una rápida depreciación de los tipos de cambio.
En definitiva se trata de un problema en el que hay que llegar a un solución de compromiso, y la pregunta clave es en cuánto permitir que se deprecie el tipo de cambio, y en cuánto —y por cuánto tiempo— aumentar las tasas de interés. La respuesta depende en parte de los objetivos del gobierno. Si las autoridades pretenden evitar la morosidad y la inflación desbocada —objetivos que claramente son esenciales para todos los gobiernos de Asia Oriental—, permitir que el tipo de cambio se desboque es una medida muy riesgosa.
En la mayoría de los casos resulta improbable que una inyección de liquidez, cuando se está contrayendo la demanda de dinero, y la emisión de deuda pública, cuando el mercado está siendo inundado con bonos gubernamentales, restauren la confianza o eviten una explosión inflacionaria. Hay que admitir la posibilidad de que investigaciones adicionales logren demostrar de manera convincente que, en algunos casos, esta línea de acción realmente va a serle de ayuda a un país con una moneda en crisis. Esa evidencia convincente, sin embargo, aún no se ha obtenido.

Aspectos secundarios y grandes omisiones

Hay algunos aspectos menores en este libro con los que se puede discrepar. También contiene algunas incongruencias y —tal vez lo más grave— algunas omisiones importantes. En cuanto a estas últimas sorprende lo poco que Stiglitz tiene que decir acerca de las políticas cambiarias en los países emergentes.
Cualquiera que haya seguido los recientes debates en los países emergentes y en transición sabe que los aspectos relativos al régimen cambiario adecuado encabezan la lista de prioridades.
Los indígenas de Ecuador se rebelaron cuando las autoridades decidieron retirar bruscamente el sucre de circulación y adoptar el dólar estadounidense como moneda de curso legal; la clase media argentina perdió los ahorros de toda una vida cuando se eliminó la Caja de Conversión, y en la actualidad están clamando por la dolarización; y los agricultores de Europa Oriental se encuentran sumamente preocupados por la posible adopción del euro. Con todo, Stiglitz mantiene en general silencio respecto a estos problemas decisivos, muchos de los cuales fueron muy importantes en los debates del período cubierto por su informe. La página y media que dedica al tema en el capítulo 8 es más bien superficial y contiene poca sustancia.
También creo que Stiglitz debería haberse referido más extensamente a la corrupción y a la transparencia en el mundo en desarrollo. Claro está, aun cuando se refiere a estos temas de manera dispersa —en el índice se encuentran una gran cantidad de entradas relativas tanto a la “corrupción” como a la “transparencia”—, a mi juicio no lo hace con suficiente fuerza.
Concuerdo con Stiglitz en cuanto a que los países emergentes deberían adoptar un conjunto de políticas de globalización propias. Pero también estoy convencido de que los intelectuales, los funcionarios públicos y la comunidad de donantes deberían insistir en una agenda de reformas mínimas, basada en la creación de instituciones transparentes y democráticas, y en la reducción del nivel de corrupción.
Se aprecian también varias incongruencias. Permítaseme mencionar sólo una. Stiglitz desaprueba —acertadamente a mi juicio— la gradualidad en los métodos y objetivos de las misiones del FMI, así como la excesiva condicionalidad de sus programas. Luego, sin embargo, critica al Fondo por no incorporar en sus programas algunas condiciones relativas a la reforma agraria, la educación y los servicios de salud. En esta sección, al igual que en otros pasajes del libro, Stiglitz viola ese antiguo y venerable principio que dice que “no se puede tener todo al mismo tiempo”.
Finalizo donde comencé: se trata de un libro importante que merece ser leído y ampliamente debatido. Con todo, en definitiva quedé con una sensación de vacío. No me cabe duda de que Stiglitz es sincero y de que realmente le afligen los que él considera son grandes problemas de la globalización. Pero también muestra algo de ingenuidad. Y es ésta y no la estridencia de su discurso lo que a fin de cuentas frustra su libro. Stiglitz confía demasiado en la capacidad de los gobiernos para actuar como es debido, y exagera enormemente el alcance de las crisis de los mercados.
Las tareas de la agenda deberían consistir en mejorar las instituciones y los incentivos; promover la competencia y la eficiencia; aplicar políticas que aumenten la productividad; ayudar verdaderamente a los pobres y a los desposeídos; poner fin a la corrupción y al abuso; y garantizar que la globalización se transforme en un proceso justo en que los países industrializados también eliminen sus barreras proteccionistas. La agenda no debería consistir en traer de regreso a los burócratas, autócratas xenófobos y políticos corruptos para que manejen la economía. Ya hemos vivido esa experiencia y no funciona.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS


Edwards, Sebastián (ed.). Capital Controls, Exchange Rates, and Monetary Policy in the World Economy. Cambridge University Press, 1995.
Guitián, Manuel. “Capital Account Liberalization: Bringing Policy in Line with Reality”.
En Sebastián Edwards (ed.), Capital Controls, Exchange Rates, and Monetary Policy in the World Economy. Cambridge University Press, 1995.
Klaus, Václav. The World Bank Economic Review, 1990.
Mundell, Robert. “Stabilization and Liberalization Policies in Semi-Open Economies”.
En Sebastián Edwards (ed.), Capital Controls, Exchange Rates, and Monetary Policy in the World Economy. Cambridge University Press, 1995.
Smith, Adam. The Wealth of Nations. Edición Cannan.
Williamson, J. The Political Economy of Policy Reform. Institute for International Economics (IIE), 1994.

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