El nobel en su descontento: Stiglitz y la globalización III

En 1992, y en respuesta a lo que se percibía como una presión estadounidense para eliminar los controles sobre el capital, Yung Chul Park, de la Universidad de Corea, organizó una conferencia sobre la liberalización de la cuenta de capital.

Este encuentro, que se celebró en Seúl, fue particularmente exitoso, y la mayoría de los participantes coincidió en que la aplicación de una secuencia adecuada era fundamental para que la liberalización surtiera efecto.

La idea de que una apertura prematura de la cuenta de capital podría entrañar un grave riesgo para el país en cuestión recibió a su vez un amplio respaldo (véase S. Edwards, editor, 1995).

En un trabajo presentado en esa conferencia, Robert Mundell describió de manera sucinta los puntos de vista de la mayoría de los participantes.

La siguiente cita resulta ilustrativa:

“desgraciadamente […] hay algunas externalidades negativas [de una liberalización temprana de la cuenta de capital]. Una es que los fondos obtenidos en préstamo se destinan al consumo y no al ahorro, con lo cual el país importador de capital puede gastar más de lo que tiene […] sin que haya una compensación con producción futura que permita servir la deuda. Incluso si el pasivo está enteramente en manos privadas, el gobierno puede sentirse forzado a transformar la deuda no amortizable en deuda pública en lugar de permitir la ejecución de hipotecas u otra garantía prendaria” (p. 20).

Lo que resulta particularmente importante en esta cita es que Mundell admite que la probabilidad de que un gobierno rescate a los deudores privados constituye una grave externalidad. Sin embargo, Stiglitz no reconoce este problema.

Al criticar las posturas del FMI respecto a los desequilibrios comerciales sostiene —erróneamente a mi juicio— que el gobierno no debería preocuparse si el sector privado recurre en grandes déficits. Más específicamente señala que:

“Este [cuantioso endeudamiento del sector privado para financiar inversiones cuestionables] puede representar un problema para el acreedor, pero no es un problema por el cual el gobierno del país —o el FMI— tengan que preocuparse” (p. 200).

En la Conferencia de Seúl sobre liberalización de capitales, celebrada en 1992, uno de los pocos disidentes fue el difunto Manuel Guitián, en ese entonces alto funcionario del FMI, quien abogó en favor de una rápida transición hacia la convertibilidad de la cuenta de capital. A pesar de todo, y en abierto contraste con la forma en que Stiglitz describe a los dirigentes del FMI, la postura de Guitián no era ni dogmática ni arrogante.

Él escuchaba los argumentos de los demás, presentaba contraargumentos y escuchaba cuidadosamente las réplicas a sus contraargumentos.

El trabajo de Guitián —titulado sugestivamente “Capital Account Liberalization: Bringing Policy in Line with Reality” [Liberalización de la cuenta de capital:
Ajustando las políticas a la realidad]— es, a mi juicio, una de las primeras obras en que se documenta el cambio en las opiniones del FMI respecto a la secuencia y la convertibilidad de las cuentas de capital.

Tras analizar la evolución de los mercados financieros internacionales, y manifestar sus reservas respecto a la recomendación de secuencia en que “la cuenta de capital va en último lugar”, Guitián resumió así sus puntos de vista:

“No parece existir un motivo a priori que explique por qué las dos cuentas [corriente y de capital] no podrían ser sometidas simultáneamente a un régimen de apertura […]. Es posible esgrimir un sólido argumento en favor de una liberalización rápida y decisiva de las transacciones de capital” (pp. 85-86).

Como lo documenta Stiglitz en su libro, durante la segunda mitad de la década de 1990 la visión según la cual los países emergentes y en transición deberían eliminar los controles sobre el capital y abrir su cuenta de capital fue la que llegó a predominar en el FMI y en el Tesoro.

En parte como resultado de lo anterior, a contar de 1995 más países comenzaron a relajar sus controles sobre la movilidad del capital. Al hacerlo, sin embargo, tendieron a aplicar distintas estrategias y a seguir diferentes rumbos.

Mientras algunos países sólo relajaron los préstamos bancarios, otros únicamente permitieron movimientos de capital a largo plazo, e incluso otros —como Chile— utilizaron mecanismos basados en el mercado para reducir el ritmo de entrada del capital en la economía.

Con todo, muchos países no necesitaron ser estimulados por el FMI o por los Estados Unidos para abrir su cuenta de capital. Indonesia y México —sólo por mencionar dos casos importantes— contaban con una larga tradición de libre movilidad del capital, la cual precedió a los acontecimientos analizados en este libro, y nunca tuvieron la intención de aplicar una política distinta.

Ahora bien, estar de acuerdo con la importancia de la secuencia no es lo mismo que afirmar que nunca se deben eliminar los controles sobre el capital. Un aspecto complicado e importante —el cual Stiglitz no aborda realmente en este libro— se refiere a cómo y cuándo suprimir los impedimentos a los flujos de capital.

Un primer paso para responder a esta pregunta consiste en determinar las consecuencias a largo plazo de la movilidad del capital en el comportamiento de la economía. Como lo admite Stiglitz, se trata de una pregunta difícil y respecto a la cual hay limitada evidencia.
Aun así, investigaciones recientes en que se utilizan nuevos y mejorados parámetros para medir el grado de movilidad del capital sugieren que una cuenta de capital más libre repercute positivamente en el crecimiento a largo plazo en países que han superado cierta etapa en el proceso de desarrollo cuentan con instituciones y mercados de capital internos sólidos.

El problema de cómo transitar hacia un mayor grado de movilidad del capital es sumamente complejo y requiere una investigación adicional.

De todos modos, hay cierta evidencia que sugiere que los mecanismos transparentes y basados en los precios, como el impuesto flexible sobre los ingresos de capital a corto plazo usado por Chile durante gran parte de la década de 1990, funcionan de manera relativamente adecuada como herramientas de transición.

Este sistema permite cierto grado de movilidad del capital y desalienta las inversiones especulativas a corto plazo; al mismo tiempo impide que los burócratas adopten decisiones arbitrarias.

Pero, como he sostenido en otros escritos, incluso los controles sobre el capital al estilo de Chile tienen un costo, y no evitaron que este país se contagiara o que experimentara un período de inestabilidad macroeconómica durante la segunda mitad de la década de 1990.

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