El nobel en su descontento: Stiglitz y la Globalización II

La secuencia y el ritmo de la reforma, y la liberalización de las cuentas de capitales

Stiglitz sostiene reiteradamente que si se pretende que la liberalización económica surta efecto es esencial que la reforma se aplique con la velocidad adecuada y en la secuencia correcta (véanse por ejemplo, las páginas 73 a 78). Se trata de un principio muy importante, y Stiglitz tiene razón al resaltarlo. Creo que Stiglitz está particularmente en lo correcto cuando argumenta que la apertura demasiado temprana de la cuenta de capital probablemente generará graves trastornos.

Lo que de todos modos resulta interesante es que este énfasis en la velocidad y en la secuencia no es nuevo en los análisis de políticas. En efecto, desde los inicios de la disciplina económica este tema ha sido abordado una y otra vez. Por ejemplo, en La Riqueza de las Naciones, Adam Smith sostuvo que determinar la secuencia apropiada era una empresa difícil que involucraba, principalmente, factores políticos (véase la edición Cannan, libro IV, capítulo VII, 3ª parte, p. 121).

Asimismo, Smith era partidario del gradualismo —al igual que Stiglitz— por cuanto a su juicio la liberalización abrupta se traduciría en un considerable aumento del desempleo.
Consideremos la siguiente cita de La Riqueza de las Naciones: “[L]a súbita apertura del comercio colonial […] podría no sólo ocasionar inconvenientes transitorios sino además una enorme pérdida permanente […]. La repentina pérdida del empleo […] podría experimentarse de manera muy sensible” (libro II, capítulo VII, 3a parte, p. 120).
El problema de la velocidad y de la secuencia también fue un aspecto central en la disuasión sobre la estrategia de reforma para los ex países comunistas. Al analizar los problemas que afrontaba Checoslovaquia durante el período inicial de su transición, Václav Klaus (1990) señaló que una de las principales dificultades consistía en decidir “la secuencia de las medidas internas en materia institucional y de precios, por una parte, y de la liberalización del comercio exterior y el tipo de cambio, por otro” (p. 18).

A comienzos de la década de 1980 el Banco Mundial se mostró particularmente interesado en explorar aspectos relacionados con la secuencia y la velocidad de la reforma. Se encargaron trabajos, se organizaron conferencias y se examinó la experiencia de distintos países. Tuve la suerte de participar en ese proyecto y de analizar estos problemas junto con varios brillantes economistas bancarios, entre ellos Sweder van Wijnbergen y Liaquat Ahmed.

Escribimos una serie de trabajos, incluido un resumen de los distintos problemas y puntos de vista que se publicó como Ensayo de Princeton en diciembre de 1984. De los debates en torno a este trabajo surgió una suerte de consenso respecto a la secuencia y la velocidad de la reforma. Los elementos más importantes de este consenso contemplaban que:

(1) La liberalización del comercio debería ser gradual y apuntalada por una considerable ayuda exterior.
(2) Deberían realizarse esfuerzos para minimizar las consecuencias de la reforma en términos de desempleo.
(3) En los países con una alta tasa inflacionaria el problema de los desequilibrios fiscales debería abordarse en una etapa muy temprana del proceso de reforma.
(4) La reforma financiera requiere la creación de modernos organismos supervisores y reguladores.
(5) la cuenta de capital debe liberalizarse tan pronto como finalice el proceso, y sólo una vez que la economía haya sido capaz de expandir exitosamente su sector exportador.

Por cierto que no todos estuvieron de acuerdo con la totalidad de estas recomendaciones, pero la mayoría de la gente sí las aceptó. En particular, los funcionarios del FMI no objetaron estos principios generales.

Por ejemplo, Jacob Frenkel, quien más tarde llegaría a ser Consejero Económico del FMI, sostuvo en un artículo publicado a mediados de la década de 1980 en los IMF Staff Papers, que la cuenta de capital debería, en realidad, abrirse  hacia el final del proceso de reforma.

Pienso que es justo afirmar que durante la última etapa de la década de 1980 la idea del gradualismo y de una secuencia en la que la “cuenta de capital va en último lugar” había llegado a formar parte de la sabiduría recibida.

En algún momento durante los inicios de la década de 1990 esta sabiduría recibida acerca de la secuencia y la velocidad comenzó a ser
cuestionada.

En los círculos de Washington se comenzó a exigir que las reformas se adoptaran rápida y simultáneamente. Muchos sostuvieron que desde el punto de vista político ésta era la única manera de avanzar. De lo contrario —continuaba el razonamiento—, los opositores a la reforma lograrían neutralizar los esfuerzos liberalizadores.

Recuerdo que esta postura me fue dada a conocer por Václav Klaus, un economista que se transformó en político.
Cuando me reuní con él en Praga en 1991 me dijo:

– “Oh, usted es el profesor de la ‘secuencia…’”, y luego añadió:

“su idea es completamente errónea. No existe tal secuencia óptima. Debemos hacer todo lo que podamos, tan rápido como seamos capaces”.

Cuando le pregunté en qué se basaba su recomendación, él se limitó a señalar: “la política, la política…”.

Stiglitz critica en su libro la estrategia de reforma “rápida y simultánea” propuesta por Klaus, pero en su cuestionamiento no se refiere a las inquietudes en materia de economía política que en ese entonces asediaban a Klaus y a otros pioneros de la reforma en Europa Central y Oriental.

Como señala Stiglitz, fue aproximadamente en esa época cuando el gobierno estadounidense comenzó a presionar a las naciones de Asia Oriental para que liberalizaran las restricciones a sus cuentas de capitales y permitieran que el capital circulara más libremente. Estas recomendaciones causaron honda preocupación entre los responsables de las políticas y los académicos de la mayor parte de la región.

Eran dos los aspectos que principalmente los inquietaban. Por una parte, sostenían que —como había ocurrido en algunas naciones latinoamericanas durante la primera parte de la década de 1980— la liberalización de la cuenta de capital redundaría en una apreciación en gran escala del tipo de cambio real.

Lo anterior se contraponía, por cierto, a una política aplicada durante varias décadas, que consistía en mantener un tipo de cambio real altamente competitivo como una manera de fomentar las exportaciones.

La principal preocupación se basaba en un argumento del tipo histerético: si el flujo de capital disminuyera repentinamente —o peor aun, se revirtiera—, el país se quedaría para siempre con un sector exportador más pequeño. Su segunda inquietud era que la masiva entrada de capitales podría alimentar un burbujeante auge del mercado de bienes raíces que dejaría a la economía particularmente vulnerable
a los shocks financieros.

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