El nobel en su descontento: Stiglitz y la Globalización I

Por Sebastián Edwards
Cátedra Henry Ford II de Economía Internacional, Universidad de California, Los Angeles. Investigador asociado del National Bureau for Economic Research y coeditor del Journal of Development Economics. Entre 1993 y 1996 fue el Economista en Jefe para América Latina del Banco Mundial.   Traducción al castellano de Alberto Ide.

 Joseph E. Stiglitz: El Malestar en la Globalización. 

Traducción al castellano de Carlos Rodríguez Braun.
(Madrid: Taurus, 2002.)
Joe Stiglitz ha escrito un libro importante. Deberían leerlo todos aquellos que se interesen en el desarrollo económico, en las políticas públicas en una era de globalización, y en la economía política en el contexto de la toma de decisiones en organizaciones internacionales. Es en parte un libro de memorias, en parte un manifiesto y en parte una crítica al Fondo Monetario Internacional (FMI). Como libro de memorias resulta ameno e informativo.  

Cuenta la historia de cómo el profesor Stiglitz fue a Washington y no se sintió a gusto en ese ambiente. Se percató de que la política era el principal deporte que se practicaba en los círculos de Washington, y de que la ideología solía ser más importante que el debate intelectual riguroso.
Peor aun, fue tratado con poco respeto. Los funcionarios que ocupaban altos cargos no siempre estaban dispuestos a escucharlo, y cuando lo hacían a menudo ignoraban su consejo.
En cuanto manifiesto el libro es muy poderoso.

No es preciso estar de acuerdo con todo lo que afirma Stiglitz para reconocer que muchas de sus ideas son importantes y merecen ser objeto de un análisis serio. Como consecuencia del debate suscitado por el libro, algunas políticas que encontraron rápida aceptación en Washington probablemente serán revisadas en el futuro. 

El aspecto más débil del libro se encuentra en los pasajes en que se critica al FMI. Y ello no se debe sólo a lo que Stiglitz tiene que decir, sino más que nada a cómo lo dice. El tono empleado es excesivamente hostil y agresivo, y el autor no pierde oportunidad para insultar a los funcionarios de dicha institución. Según Stiglitz, “la coherencia intelectual no ha sido jamás el sello distintivo del FMI”, y sus funcionarios recurren sistemáticamente a “una práctica económica deficiente”.

Su descripción de los economistas y de las políticas del FMI es injusta y, en muchos casos, sirve a los propios intereses del autor. A mi juicio, el libro habría sido mucho más eficaz si Stiglitz hubiera escogido un estilo más mesurado. En efecto, algunos analistas ya lo han desestimado por considerarlo una diatriba destinada a desquitarse de unas cuantas personas, entre ellas de Stan Fischer, ex primer subdirector gerente del FMI, y del ex secretario del Tesoro, Larry Summers.

El argumento principal

El principal postulado del libro es sencillo, y reza más o menos como sigue: las políticas pro globalización tienen el potencial de hacer mucho bien si se las aplica adecuadamente y si en ellas se consideran las características individuales de cada país. Los países deberían sumarse a la globalización según sus propias condiciones individuales, teniendo en cuenta su historia, cultura, tradiciones y realidades específicas.

Sin embargo, si las políticas pro globalización han sido mal diseñadas —o si se emplea un enfoque basado en estereotipos— es probable que resulten costosas: aumentará la inestabilidad, los países se volverán más vulnerables a los shocks externos, disminuirá el crecimiento y aumentará la pobreza.

El problema, según Stiglitz, es que la globalización no ha sido impulsada con cuidado, o de manera equitativa. Por el contrario, las políticas de liberalización se han aplicado demasiado rápido, en el orden incorrecto, y a menudo basándose en un análisis económico inadecuado o abiertamente erróneo. Como consecuencia de lo anterior, sostiene el autor, en la actualidad afrontamos terribles resultados, incluido el aumento de la miseria y de los conflictos sociales, además de un clima de frustración generalizada.

Los culpables son el FMI y sus “fundamentalistas del mercado”, el “consenso de Washington” y el Tesoro estadounidense.

Stiglitz cree que a comienzos de la década de 1990 el FMI, el Banco Mundial y el Tesoro estadounidense pusieron en marcha una especie de conspiración para emprender una reforma económica de alcance mundial: el infame “consenso de Washington”. Esta visión, sin embargo, es demasiado simplista e ignora la evolución del pensamiento reformista durante las dos últimas décadas.

En la década de 1980 y comienzos de los años 90 los responsables de formular las políticas en muchos países en desarrollo estaban actuando más rápido que los organismos multilaterales o el Tesoro. En Argentina, Chile y México, por ejemplo, las reformas derivaron de un “consenso nacional” más imaginativo, audaz y de mayor alcance que lo que cualquier burócrata de Washington estaba dispuesto a aceptar en ese entonces.

Por ejemplo, es bien sabido que inicialmente el FMI criticó la reforma de la seguridad social aplicada en Chile, se opuso a la Caja de Conversión (Currency Board) de Argentina, y miró con gran escepticismo la estrategia mexicana de apertura del comercio que culminó en la firma del NAFTA en 1993. Por sobre todo, la manera de emprender la reforma económica, su énfasis original, provino de un grupo de economistas de países en desarrollo — muchos de ellos latinoamericanos — y no de los círculos burocráticos.

John Williamson acuñó el término “consenso de Washington” en 1993, cuando elaboró una lista de diez —y no tres, como señala Stiglitz— áreas de reforma, como una forma de organizar el debate en una de sus conferencias. Muchos especialistas, incluido el propio Williamson, han sostenido desde entonces que la lista era incompleta, que en ella se ignoraban importantes diferencias entre los puntos de vista de diversas instituciones, y que no se escogieron las palabras apropiadas.

Más aún, y al contrario de lo que da a entender Stiglitz, Williamson tuvo el cuidado de señalar que uno de los objetivos explícitos de las reformas del “consenso de Washington” que estaban siendo analizadas a comienzos de la década de 1990 era mejorar las condiciones sociales y la distribución del ingreso.

Como escribió Williamson, “la reforma consiste en reorientar el gasto […] hacia áreas desatendidas con una alta rentabilidad económica y con el potencial de mejorar la distribución del ingreso, tales como la salud primaria y la educación, y la infraestructura” (J. Williamson, 1994, p. 26, énfasis añadido).

Tres aspectos de política, relacionados entre sí, son el blanco de las críticas de Stiglitz contra la globalización:

(1) Al diseñarse los paquetes de reformas en la década de 1990 se ignoraron aspectos esenciales acerca de la secuencia y el ritmo de las reformas. Como resultado de lo anterior, en muchos países la reforma se aplicó demasiado rápido —Stiglitz prefiere el gradualismo— y en el orden equivocado.

(2) El hecho de propugnar (e imponer) la liberalización de la cuenta de capital fue un craso error. 

(3) la reacción del FMI ante las crisis —y en particular frente a la crisis de Asia Oriental— fue un desastre que contribuyó más bien a empeorar que a mejorar la situación. En especial, imponer austeridad fiscal y un alza de las tasas de interés constituyó un terrible desacierto que les costó a los países de Asia Oriental varios puntos en materia de crecimiento.

No resulta sorprendente, teniendo en cuenta sus escritos teóricos publicados durante los últimos 35 años, que las críticas de Stiglitz se enmarquen dentro del ámbito de la teoría de la información asimétrica.

Stiglitz sostiene que si se hubiera procedido de otra forma —es decir, si se hubiera actuado a su manera—, el resultado en términos de crecimiento y de condiciones sociales habría sido significativamente mejor.

En ocasiones me parece que sus argumentos son persuasivos, en particular cuando aborda el tema de la secuencia que debe contemplar la reforma y la liberalización de la cuenta de capital. Otras veces, sin embargo, me cuesta creer lo que dice y tengo que preguntarme si el autor está hablando en serio.

Ello ocurre, por ejemplo, cuando leo en las páginas 129 y 231 ¡que la crisis argentina del año 2002 se habría podido evitar aplicando una política fiscal más expansiva!

Continuará…

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