El futuro anterior – Parte 2

Louis Pauwels & Jacques Bergier – El retorno de los Brujos

Era inútil intentar la exploración del mundo interior, pero, sin embargo, había un hecho que introducía bastones en las ruedas de la simplificación: se hablaba mucho de la hipnosis. El ingenuo Flammarion, el dudoso Edgar Poe, el sospechoso H. G. Wells, se interesaban en el fenómeno. Ahora bien, por fantástico que pueda parecemos, el siglo XIX oficial demostró que la hipnosis no existía. El paciente tiene tendencia a mentir, a simular para complacer al hipnotizador. Esto es exacto. Pero, desde Freud y Morton Price, se sabe que la personalidad puede dividirse. Partiendo de críticas exactas, aquel siglo logró crear una mitología negativa, eliminar todo rastro de lo desconocido en el hombre, reprimir toda sospecha de misterio.  
También la biología estaba terminada. M. Claude Bernard estrujó todas sus posibilidades y se había llegado a la conclusión de que el cerebro segrega el pensamiento, como el hígado la bilis. Sin duda se llegaría a descubrir aquella secreción y a escribir su fórmula química de acuerdo con la bonita distribución en hexágonos inmortalizada por M. Berthelot. Cuando se supiera cómo se asociaban los hexágonos de carbono para crear el espíritu, se habría escrito la última página. ¡Que nos dejen trabajar en serio! ¡Los locos, al manicomio! Una hermosa mañana de 1898, un grave caballero ordenó al ama de llaves que no dejara leer Julio Verne a sus hijos. El grave caballero se llamaba Edouard Branly. Acababa de renunciar a sus fútiles experimentos sobre las ondas para convertirse en médico de barrio.
El sabio debe abdicar. Pero debe también reducir a la nada a los «aventureros», es decir, a la gente que reflexiona, que imagina, que sueña. Berthelot ataca a los filósofos «que se baten contra su propio fantasma en la arena solitaria de la lógica abstracta» (he aquí una buena descripción de Einstein, por ejemplo). Y Claude Bernard declara:
«Un hombre que descubre el hecho más sencillo sirve más a la Humanidad que el más grande filósofo del mundo.» La ciencia debería ser sólo experimental. Fuera de ella, no hay salvación. Cerremos las puertas. Nadie igualará jamás a los gigantes que han inventado la máquina de vapor.
En este Universo organizado, inteligible y, por lo demás, condenado, el hombre debería mantenerse en su justo lugar de epifenómeno. Nada de utopías ni de esperanza. El combustible fósil se agotará en unos cuantos siglos, y vendrá el fin por frío y por hambre.
Jamás el hombre volará, jamás viajará por el espacio. ¡Extraña prohibición la de la visita a los abismos marinos! Nada impedía al siglo XIX, dado el estado de su técnica, construir el batiscafo del profesor Piccard. Nada se lo impedía, salvo la preocupación del hombre de «mantenerse en su lugar».
Turpin, que inventa la melinita, no tarda en verse recluido. Se desanima a los inventores de los motores de explosión y se intenta demostrar que las máquinas eléctricas no son más que formas del movimiento continuo. Es la época de los grandes inventores aislados, rebeldes, acosados. Hertz escribe a la Cámara de Comercio de Dresde que hay que desanimar a los que investigan sobre la transmisión de las ondas hertzianas: no es posible ninguna aplicación práctica. Los expertos de Napoleón III prueban que la dínamo Gramme no dará vueltas jamás.
Los doctos académicos no se molestan a causa de los primeros automóviles, de los submarinos, de los dirigibles, de la luz eléctrica (¡un truco de ese dichoso Edison!). Pero existe una página inmortal. Es el acto de la recepción del fonógrafo en la Academia de Ciencias de París: «En cuanto la máquina empieza a emitir algunas palabras, el señor Secretario Perpetuo se lanza sobre el impostor y le aprieta la garganta con puño de
hierro. ¡Véanlo ustedes!, les dice a sus colegas. No obstante, para general asombro, la máquina sigue emitiendo sonidos.»
Mientras tanto, algunos espíritus gigantes, fuertemente.contrariados, se arman en secreto, preparando la más formidable revolución de ideas que el hombre «histórico» haya conocido. Pero por lo pronto, todos los caminos están cerrados.
Cerrados hacia delante y hacia atrás. Se rechazan los fósiles prehumanos que empiezan a descubrirse en cantidad. ¿Acaso no ha demostrado el gran Heinrich Helmholtz que el sol saca su energía de su propia contracción, es decir, de la única fuerza que, junto con la combustión, existe en el Universo? ¿Y no muestran sus cálculos que, cuanto más, unos centenares de miles de años nos separan del nacimiento del sol? ¿Cómo habría podido producirse una larga evolución? Y, además, ¿quién encontrará jamás la manera de poner fecha al pasado del mundo? En este breve lapso entre dos nadas, nosotros, los epifenómenos, permanecemos graves. ¡Hechos! ¡Sólo queremos hechos!
Al no alentarse las investigaciones sobre la materia y la energía, los más curiosos se meten en un callejón sin salida: el éter. Es el medio que penetra toda materia y sirve de soporte a las ondas luminosas y electromagnéticas. Es a la vez infinitamente sólido e infinitamente tenue. Lord Rayleigh, que representa, a fines del siglo XIX, la ciencia oficial inglesa en todo su esplendor, construye la teoría del éter giroscópico. Un éter compuesto de múltiples peonzas girando en todos sentidos y reaccionando entre ellas. Aldous Huxley escribirá más tarde que «si una obra humana puede dar idea de la fealdad de lo absoluto, lo ha logrado la teoría de Lord Rayleigh».
Las inteligencias disponibles en los albores del siglo xx se hallan enfrascadas en las especulaciones sobre el éter. En 1898, se produce la catástrofe: el experimento de Michelson y Henri Poincaré, matemático genial, sentía gravitar sobre sí el enorme peso de ese siglo XIX que había sido carcelero y verdugo de lo fantástico. Él habría descubierto la relatividad si se hubiese atrevido. Pero no se atrevió. La, valeur de la Science, La Science et l’Hypothése, son obras desesperadas y de dimisión. Para él, la hipótesis científica no es nunca verdadera; sólo puede ser útil. Y es como una fonda española: sólo se encuentra en ella lo que uno lleva. Según Poincaré, si el Universo se contrajese un millón de veces, y nosotros con él, nadie advertiría nada. Especulaciones inútiles, por ajenas a toda realidad sensible. Su argumento fue citado hasta principios de nuestro siglo como modelo de profundidad. Hasta el día en que un experto ingeniero hizo observar que, por lo menos, se daría cuenta el tocinero, pues todos sus jamones se vendrían al suelo. El peso de un jamón es proporcional a su volumen, pero la fuerza de un hilo no es proporcional a su sección. ¡Que se contraiga el Universo un millón de veces, y todos los jamones irán por los suelos! ¡Pobre, viejo y querido Poincaré! Este maestro del pensamiento había escrito: «Basta el sentido común para decirnos que la destrucción de una ciudad por la desintegración de medio kilo de metal es una imposibilidad evidente.»
Carácter limitado de la estructura física del Universo, inexistencia de los átomos, débiles recursos de la energía fundamental, incapacidad de una fórmula matemática que dé más de lo que contiene, vacuidad de la intuición, estrechez y mecanicidad absoluta del mundo interior del hombre: tal es el espíritu de las ciencias, y este espíritu se extiende a todo, crea el clima que empapa a toda la inteligencia de este siglo. ¿Un siglo pequeño? No. Alto, pero estrecho. Como un enano al que se hubiese estirado.
Bruscamente, las puertas cuidadosamente cerradas por el siglo XIX sobre las infinitas posibilidades del hombre, de la materia, de la energía del espacio y del tiempo, saltarán en pedazos. Las ciencias y la técnica darán un salto formidable, y se pondrá de nuevo a discusión la naturaleza misma del conocimiento.
No es un progreso: es una transmutación. En este otro estado del mundo, la propia conciencia tiene que mudar de estado. Hoy día, en todos los dominios, se han puesto en movimiento todas las formas de la imaginación. Salvo en los terrenos en que se desarrolla nuestra vida «histórica», taponada, dolorosa, al modo precario de las cosas anticuadas. Un inmenso foso separa al hombre de la aventura de la Humanidad, a nuestras sociedades de nuestra civilización. Vivimos sobre unas ideas, una moral, una sociología, una filosofía y una psicología que pertenecen al siglo XIX. Somos nuestros propios bisabuelos. Contemplamos cómo se elevan los cohetes en el cielo y cómo vibra la Tierra con mil nuevas radiaciones, mientras chupamos la pipa de Thomas Graindorge. Nuestra literatura, nuestros debates filosóficos, nuestros conflictos ideológicos, nuestra actitud ante la realidad, todo duerme detrás de las puertas que acaban de saltar. ¡Juventud! ¡Juventud! Ve y anuncia a todo el mundo que las puertas están abiertas y que el Exterior acaba ya de entrar.

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