De islas, militares y buenos libros. Parte II

Seguimos con el capítulo dedicado a la Guerra de las Islas Malvinas del libro “Stupid Wars” (Breve historia de la incompetencia Militar)

 

¿Qué sucedió?: Operación «Defensa de las migajas del Imperio

En 1982, el general Galtieri y sus colegas de la Junta Militar estaban en plena «guerra sucia», la represión que asesinó a unos 30.000 de sus ciudadanos. A pesar del aparente éxito de la guerra sucia, la Junta creía que las cosas no iban bien para el país y que la felicidad no se había extendido por el territorio.

La razón era que aunque el país había soportado el «Proceso de Reorganización Nacional» de la Junta, la economía aún estaba hecha un desastre. Este hecho, combinado con la lacerante sospecha de que la Junta militar había sido la responsable de la desaparición de miles de ciudadanos comportó el descontento de muchos argentinos. Para contentarles, a Galtieri y los miembros de la Junta Militar se les ocurrió la idea de volver a plantar la bandera en las Malvinas, humillando a los terratenientes británicos, y así vengarse en nombre de los pescadores expulsados 150 años antes. Los mapas de Argentina siempre habían mostrado a las Malvinas como parte del país; en muchos aparecían como unas islas enormes muy próximas a la costa Argentina. Puesto que muy poca gente había estado realmente allí, nadie pudo desmentirlo. Para Galtieri, recuperar las Malvinas restituiría el orgullo nacional y haría que los ciudadanos se olvidasen de la economía tambaleante y la multitud de ciudadanos desaparecidos.

Después de un breve período de cuidadoso estudio, la Junta elaboró un plan para proceder a una rápida invasión, declarar la victoria y cosechar los beneficios de unas buenas relaciones públicas. Su pequeña fantasía no tuvo en cuenta la voluntad de la líder de Gran Bretaña, la «Dama de Hierro» Thatcher, de luchar hasta la muerte por unas insignificantes migajas del antiguo Imperio británico. En su autobiografía acepta que las Malvinas eran «una causa improbable de guerra en el siglo XX», una maravillosa muestra de la reticencia británica en el modo de hablar.

La Junta Militar dio la orden a un equipo de chatarreros de que iniciasen la invasión desembarcando en la isla de Georgia del Sur el 19 de marzo de 1982. La isla de Georgia del Sur está administrada por el gobernador de las Malvinas y ubicada a unos mil seiscientos kilómetros al este de la Gran Malvina. Su único mérito está en haber sido la sede de una estación ballenera abandonada, habitada por un equipo británico de investigación antártica. Los decididos chatarreros desembarcaron sin oposición y descaradamente plantaron la bandera argentina sin informar a las autoridades británicas; después, empezaron a recoger agresivamente la chatarra de metal de los balleneros. El gobernador británico de las Malvinas, Rex Hunt, hizo que los científicos se enfrentasen a los recolectores de chatarra y les pidiesen los pasaportes para que les estampasen un permiso de desembarco británico.
A ello se negaron, ultrajados por la propuesta de mancillar sus pasaportes, puesto que si lo hacían, reconocían la despreciable soberanía británica. El gobernador británico insistió en que debían arriar la bandera. Los argentinos estuvieron de acuerdo y la arriaron, pero aun así se negaron a que les sellasen los permisos de desembarco.

Como respuesta a la invasión de Georgia del Sur, un barco rompehielos patrulla, el HMS Endurance, fue mandado, con 22 soldados de la Marina Real a bordo, fuertemente armados, para expulsar a los chatarreros invasores. La Junta Militar entonces comunicó a los crédulos británicos que los chatarreros se habían marchado, de modo que el Endurance dio la vuelta. Pero al día siguiente, los científicos británicos de Georgia del Sur enviaron un mensaje por radio a Hunt diciéndole que los argentinos aún estaban allí. El Endurance giró en redondo y se dirigió rápidamente a Georgia del Sur mientras el gobierno de Thatcher conminaba a Galtieri a que retirase a sus hombres de la isla. Ambos bandos se preparaban para una gran confrontación por la minúscula isla y los pequeños islotes.
Galtieri rechazó bajar el tono machista-chovinista. Ningún miembro de la Junta Militar que se respetase, después de haber dominado con éxito a millones de argentinos indefensos, obedecería órdenes de los británicos.
De modo que los chatarreros se quedaron. Los Marines Reales desembarcaron y se enfrentaron a los argentinos. Para los miembros de la Junta Militar era la repetición de la humillación argentina sufrida en 1833, casi nueve generaciones antes.

Galtieri contraatacó con un rompehielos cargado con cien soldados de marina, que asestaron los primeros golpes de la guerra, derrotaron a la fuerza británica y ocuparon la árida isla. Las bajas causadas durante la breve y fría batalla fueron mínimas, con el resultado de un argentino muerto y ninguna baja británica. Al parecer, los propios soldados no eran conscientes de la necesidad de arriesgar sus vidas por unas islas sin valor.
Thatcher, que sentía el dolor de la pérdida del Imperio, reunió una flota para frenar a la armada argentina que se aprestaba a invadir las Malvinas. Mientras, los norteamericanos, liderados por Al Haig, el ambicioso secretario de Estado, iniciaron conversaciones con los argentinos para impedir unas embarazosas hostilidades entre una de sus democracias favoritas y uno de sus dictadores militares favoritos. Estados Unidos también se encontraba en cierto modo en un compromiso diplomático. Por una parte, la Doctrina Monroe exige resistirse a una agresión europea en el hemisferio occidental; por la otra, el Reino Unido es el primer aliado de América y, como socio en el tratado de la OTAN, Estados Unidos está obligado a defenderlo si es atacado, aun cuando sea en la punta del dedo gordo del pie de su antiguo Imperio.
Pero los argentinos no se dejaron disuadir. En la víspera de la invasión de las islas principales, Galtieri no quiso responder a la llamada telefónica del compinche de Thatcher, Ronald Reagan, hasta que la invasión hubo ya empezado. ¡Toma ya!

El 2 de abril de 1982, los argentinos ocuparon audazmente la principal ciudad, Stanley, que es sencillamente un pequeño pueblo donde vive casi la mitad de los 2.000 habitantes de la isla. Para ocupar ésta, que estaba defendida por unas pocas docenas de soldados, los argentinos enviaron prácticamente a su flota al completo, incluido su único portaaviones. Los británicos se defendieron con una guarnición de setenta marines armados con armamento ligero. Los soldados británicos, aparentemente, aún no estaban del todo convencidos de que valiese la pena arriesgar sus vidas por las Malvinas y consiguieron rendirse con sólo una baja. La guerra había empezado, aunque sólo un poco.
Al Haig había sido despachado a hacer la función de «diplomático lanzadera» y mediar en la disputa. Después de dos semanas de volar entre Londres y Buenos Aires no consiguió convencer a Thatcher de que aceptase un trato que no concluyese en otra cosa que no fuese restaurar la soberanía británica en las islas, a pesar del incómodo hecho de que los isleños de las Malvinas en realidad no disfrutaban del todo de la ciudadanía británica.

La idea de entregar la soberanía a Argentina para luego alquilarles las islas fue presentada de nuevo. Desde la década de 1970 los británicos habían considerado esa idea una forma limpia de resolver la cuestión de la soberanía sin recordar al populacho que el Imperio se estaba evaporando. Pero la propuesta del alquiler había sido rechazada de plano por los isleños de las Malvinas, de modo que el gobierno británico se vio obligado a continuar aguantando otro territorio más de ultramar sin valor. En consecuencia, los habitantes de las Malvinas volvieron a su olvidada existencia. Pero ahora la invasión tan largamente esperada se había producido del todo por sorpresa y nadie estaba preparado, de modo que las Malvinas pasaron del último al primer grado en la escala de importancia, igual que un insignificante equipo de fútbol encaramándose al liderato.
La opinión de Thatcher de que «la reputación del mundo occidental estaba en juego» garantizaba que el conflicto se precipitara volando hacia un final sangriento, a menos que la banda de dictadores argentinos diera marcha atrás. Pero eso ya lo podían esperar sentados.

A punto de ser superada por Galtieri, Thatcher convocó a su gigantesca flota, que incluía un portaaviones con su grupo aeronaval, para demostrar que Gran Bretaña también era capaz de una respuesta militar grotescamente exaltada. En la escuadra formaba también el príncipe Andrés, duque de York, que era no sólo el tercero en la línea de sucesión a la corona, sino también un experto piloto de helicóptero. Un destacamento de más de cien navíos emprendió rumbo al último extremo del planeta con el honor del mundo occidental en juego, a pesar de la gloria del papel desempeñado en la Segunda Guerra Mundial.
La desmesura de la reacción de los británicos cogió a los miembros de la Junta Militar desprevenidos. Se habían equivocado al creer que los británicos simplemente pasarían por alto la invasión y dejarían que todo el asunto se desvaneciese.

No tenían ni idea de que los británicos no eran conscientes de que los límites de su Imperio eran ya el Canal de la Mancha, y no las costas de la Antártida.
Aparentemente, los miembros de la Junta Militar creían que el hecho de intimidar a su propio pueblo hasta la sumisión convertiría a Thatcher en una chica pusilánime. Habían subestimado a los vencedores de Agincourt y Waterloo, a los supervivientes de los bombardeos sistemáticos alemanes. Si se añade la preocupación de Thatcher de que dejarse mangonear por Argentina equivalía a un suicidio imperial, se ve claro por qué no pudo resistirse a subir al mismo nivel que Wellington, Nelson y Churchill para decirle al mundo que el Gran Espectáculo había empezado de nuevo. A los británicos, que aún sentían el malestar de su posguerra, les encantó.

Al mismo tiempo, los argentinos descubrieron un nuevo amor por el general Galtieri. Cientos de miles de personas le vitoreaban, regocijándose con la gloria de derrotar a unas pocas docenas de marines británicos. Galtieri, hijo de inmigrantes italianos pobres, se hizo a sí mismo enrolándose en el ejército argentino como ingeniero. Se abrió camino y escaló posiciones uniéndose a un golpe de Estado contra el gobierno en 1976, de modo que salió al balcón del palacio y se deleitó con el amor de su pueblo. Pero tal vez bajo sus vítores se escondía el alivio de que el gobierno tenía ahora la vista puesta en asesinar a gente de otro lugar.

Tras la captura de las islas, Argentina envió a miles de jóvenes reclutas, escasamente armados y apenas entrenados, a defender su nueva tierra. A duras penas comprendían su situación, y, sin alojamiento ni comida apropiados, estaban motivados simplemente para sobrevivir. Se podría esperar que una dictadura militar al menos organizase bien la parte militar, pero aparentemente habían puesto el listón tan bajo, que la experiencia militar solamente era opcional. Los méritos más importantes eran unos bigotes espesos y una gran autoestima.

Los argentinos se proponían incorporar las islas a Argentina. Obligaron a los 2.000 isleños, que se habían mantenido incondicionalmente en sus tradiciones británicas, a cometer horribles actos tales como conducir por la derecha de la calzada y rotularlo todo en español. Los isleños se rebelaron contra tal ultraje conduciendo por la izquierda de las carreteras y hablando en inglés. Puede suponerse que siguieron bebiendo mucho té.

El destacamento británico se reunió en la isla de Ascensión en mitad del Atlántico (territorio británico en el que se encontraba una base militar gestionada por los americanos) para empezar la operación sosamente llamada «Operación Corpo-rate». Haig, que aún iba y venía volando por el Atlántico para sacar algo de gloria personal de aquel creciente lío, no consiguió establecer un acuerdo.

El 21 de abril, los británicos, que ya estaban entusiasmados con su actuación imperial, iniciaron la innecesaria misión de reconquistar la minúscula y remota isla de Georgia del Sur y su abandonada estación ballenera con una fuerza de setenta comandos.
Como advertencia de las dificultades que se encontrarían en este último resoplido imperial, la operación duró cuatro días.

El primer asalto de los británicos tuvo que suspenderse cuando varios helicópteros se estrellaron a causa de la espesa niebla contra un glaciar que dominaba el centro de la isla. La acción se interrumpió de nuevo cuando el buque de apoyo se retiró ante un submarino argentino que rondaba por la zona. Finalmente, el 25 de abril, los comandos británicos capturaron la guarnición argentina liderada por el capitán Alfredo Astiz, conocido localmente como «el ángel rubio de la muerte». Este resistió salvajemente pero consiguió rendirse sin disparar un tiro. Los argentinos se vieron obligados a abandonar su preciosa chatarra.

Los británicos lanzaron entonces el principal de sus ataques, curiosamente llamados raids «Black Buck» (Antílope), mediante sus bombarderos Vulcan de largo alcance, aparatos que, a causa del debilitado estatus de la Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial, se esperaba que fueran mandados a la reserva sin haber soltado una sola bomba. Necesitaron repostar en vuelo cinco veces durante el viaje, un ballet aéreo tan complejo que los repostadores necesitaron repostar a su vez, resultando en un total de once aviones cisterna en vuelo para aprovisionar a dos bombarderos Vulcan. Aquella orgía de repostaje en vuelo acabó en un único ataque a las pistas del único aeropuerto asfaltado de Stanley.

No obstante, aquel único bombardeo de una bomba, resultó ser lo suficientemente poderoso para convencer a los temblorosos argentinos de que retirasen todos sus aviones de las Malvinas y los llevasen al continente. Puesto que la distancia existente entre el continente y las islas evitaba que los aviones argentinos se entretuviesen sobre los campos de batalla más que unos pocos minutos, los reclutas argentinos, muertos de frío y hambre, se ocultaron por Stanley a la espera de un incontestado ataque aéreo británico.

Creciéndose con aquel ligero impulso, el HMS Conqueror, un submarino británico, hundió el crucero ligero General Belgrano y mató a sus 323 tripulantes, justo fuera de la zona de exclusión que Thatcher había creado alrededor de las islas. El Belgrano era una reliquia (americana) de la Segunda Guerra Mundial superviviente de Pearl Harbor y tal vez, como correspondía, fue hundido con torpedos originales de la Segunda Guerra Mundial (británicos). La mitad de las bajas argentinas en la guerra fueron a causa del hundimiento del Belgrano. La armada argentina rápidamente siguió a su fuerza aérea de regreso al continente para no volver a aparecer.

Sus fuerzas terrestres, sin apoyo aéreo se encontraron de pronto sin asistencia de ningún tipo excepto el aprovisionamiento nocturno que mantenían, usando el aeropuerto de Port Stanley, aviones Hércules C-130, el avión de fabricación americana que ha servido para afianzar dictaduras en todo el mundo.
Los argentinos, ya a la defensiva, ajustaron astutamente su estrategia militar: se propusieron usar sus cazas franceses Mirage para distraer a los eficientes cazas británicos Sea Harrier y reforzar sus ataques con cazas que transportaran los peligrosos misiles antibuque Exocet de fabricación francesa.

Los franceses, normalmente impertérritos, se sintieron avergonzados por el hecho de que hacía poco que habían vendido aviones y misiles a los argentinos y prometieron a Gran Bretaña, a quien debían en gran parte su existencia como Estado soberano de habla no alemana, que le proporcionarían información sobre los misiles Exocet.

Siguiendo sus nuevas tácticas, el 4 de mayo, un único misil Exocet disparado desde un caza argentino (repostado desde el aire por un avión cisterna Hércules de fabricación americana) hundió al destructor británico Sheffield, que formaba parte de la «línea de piquetes» que protegía a los portaaviones. El buque insignia de la armada, el portaaviones Hermes, escapó por poco a un destino parecido. Como respuesta, los británicos apostaron cinco submarinos nucleares en las proximidades de la costa argentina para desviar los ataques argentinos.

El 21 de mayo, 4.000 comandos británicos finalmente llegaron a la costa norte de la isla Malvina este en un desembarco anfibio.
La fuerza aérea argentina respondió hundiendo tres importantes buques británicos: el Ardent, el Antelope y el Atlantic Conveyor. El hundimiento del Atlantic Conveyor fue el peor golpe: transportaba casi todos los helicópteros Chinook de fabricación americana, que iban a ser usados para transportar las provisiones para las tropas contrainvasoras. La contrainvasión estaba en marcha, aunque sólo un poco.

Mientras, en Gran Bretaña, la BBC, aparentemente falta de práctica desde la operación de Normandía de 1944, anunció tranquilamente al mundo, un día antes del desembarco, el primer objetivo de los comandos británicos: una posición conocida como Goose Green, que contenía un campo de aterrizaje sin asfaltar en la isla Malvina oriental. El jefe de los paracaidistas que realizaban el asalto, el coronel «H» Jones, según dicen, se indignó muchísimo por aquella filtración, pero murió en el ataque antes de que pudiese formular una protesta oficial.

Después de la dura batalla de Goose Green, los comandos británicos empezaron a avanzar al azar por la isla de ochenta kilómetros de ancho hacia la capital, Port Stanley, en la costa oriental. Los británicos se encontraron con problemas de nuevo debido a la dificultad de hacer llegar los suministros a las tropas con el único helicóptero Chinook que quedaba. Cuando algunos de los comandos se apropiaron del Chinook (como si fuera un cachorro perdido en un barco, la prensa británica le puso un apodo cariñoso, «Bravo November») para avanzar y ocupar algunos pueblos vacíos sin órdenes, se encontraron atrapados a medio camino de su destino sin pertrechos. Puesto que éstos eran demasiado pesados, los soldados los habían cargado en los barcos para transportarlos, alrededor de la isla, hasta la ensenada de Bluff Cove, una posición avanzada a sorprendente distancia de Port Stanley. Un desacuerdo entre los oficiales británicos durante la descarga acerca del punto exacto de desembarco acabó en un retraso tan importante que los navíos que transportaban a las tropas fueron tomados por sorpresa por la muy oportunista fuerza aérea argentina. Cincuenta soldados británicos murieron bajo el fuego y las bombas.

Los cazas argentinos continuamente sorprendían a los navíos de la Royal Navy, salidos de la nada mientras los británicos, a pesar de haber inventado el radar, demostraban ser incapaces de crear defensas aéreas efectivas. Los argentinos hundieron una lancha de desembarco, otro destructor (el buque hermano del Sheffield) y ocasionaron graves daños a dos fragatas usando sencillas bombas pasadas de moda. La carnicería hubiese podido ser mucho peor si no hubiese sido por el hecho de que los pilotos argentinos dejaban caer las bombas desde una altitud demasiado baja, con el resultado de que muchas no llegaban a estallar (las bombas se arman automáticamente en el aire después de ser soltadas). Esta información tan útil fue posteriormente incluida en un comunicado de prensa del ministro de Defensa británico, y los argentinos, que a pesar de tener otras debilidades siempre fueron unos buenos lectores de los comunicados de prensa de sus enemigos, ajustaron el armamento de las bombas y mejoraron sus resultados.

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